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Caleño no come caleño

Las sabias lecciones de la carencia, esas que tanto parecen hacerles falta hoy a nuestros hijos y nietos, habían enseñado a los primeros habitantes del Distrito el enorme poder de lo colectivo.

3 de mayo de 2019 Por: Ossiel Villada

Décadas atrás, en esa otra ciudad que se llama Distrito de Aguablanca, no había nada. Ni energía eléctrica, ni agua potable, ni grandes colegios, ni parques, ni vías pavimentadas, ni redes de internet, ni hospitales, ni MÍO. Literalmente nada más que polvo en verano y barro en invierno.

El resto de Cali creía que quienes habíamos nacido en esas barriadas éramos pobres, pero en realidad éramos muy ricos. Había allí -como todavía hoy- inteligencia, talento, empuje, calidez, generosidad, bondad, ingenio, una determinación casi suicida de sobreponernos a todas las adversidades para salir adelante, una sonrisa siempre honesta y miles de cosas imposibles de comprar con dinero. Estábamos salvados: teníamos “la música, el abrazo, el buenos días…”.

Las sabias lecciones de la carencia, esas que tanto parecen hacerles falta hoy a nuestros hijos y nietos, habían enseñado a los primeros habitantes del Distrito el enorme poder de lo colectivo.

Don José, mi querido viejo, lideró el grupo de vecinos que se juntó para traer un diciembre el primer cable pirata que les dio energía eléctrica en sus ranchos de madera y zinc. Así, y con una vieja radiola de mueble, se hizo la primera rumba de año nuevo que tuvo el barrio. Después hicieron lo mismo para traer el agua potable.

En mi infancia, cuando los vecinos decidían levantar la caseta comunal, contratar una ‘cuchilla’ para nivelar la calle, ponerle techo nuevo a la escuela, hacer andenes o simplemente cuando una familia iba a ‘tirar la plancha’ de su casa, el plan era siempre el mismo: juntarse todos y ponerle inspiración, transpiración y mucha Salsa al asunto.

Sobraban brazos, ideas y risas. Y el resultado era siempre una obra para el orgullo colectivo. Nada, ni la mano del Estado, casi inexistente, era tan efectiva para forjar el desarrollo social como la unión de corazones y voluntades del pueblo.

La mayor parte de Cali se hizo así: “Construyendo proyectos” en empanadas bailables, verbenas comunales y mingas de barriada ambientadas con la banda sonora de la pachanga, la guaracha y el bolero.
Y hoy traigo a cuento todo esto porque encontré en Twitter un video muy significativo de lo que está pasando en la Cali del Siglo XXI.

Aparecen allí la mayor parte de los congresistas de la región, todos juntos, sin distingo de ideologías o filiaciones políticas, entregando un reporte de las cosas que lograron incluir para el Valle del Cauca en el nuevo Plan Nacional de Desarrollo.

Debo confesar que me asombré. Gentes con posiciones políticas tan distintas y distantes, como Christian Garcés, Alexánder López o Catalina Ortiz, se ven allí en el mismo plano, con el mismo lenguaje y con una buena vibra por su tierra que les brilla en los ojos.

Y ese video me resultó más que una noticia grata. Me reconcilió con la memoria y renovó mi fe en el futuro de esta ciudad que amo. Porque demuestra que los tiempos del “quítate tú, pa ponerme yo” se acabaron; que hay aquí una nueva generación de liderazgos dispuesta a no perpetuar el viejo ‘mantra’ de que ‘caleño come caleño’.

Alguien dirá que son políticos, que para eso los elegimos, que solo cumplen con su obligación y que más que aplaudirlos, hay que vigilarlos. De acuerdo. Pero a todo eso yo agrego, a manera de reconocimiento, que en estos tiempos grises de redes sociales inundadas de egos insufribles cualquier intento por construir colectivamente es una fuente de inspiración.

Vale la pena seguirla. Esta tierra necesita manos que construyan. Y cada uno debería, como en mi viejo barrio, sumarse a esta ‘verbena’ por el Valle mientras canta esa vieja melodía de Héctor Lavoe: “...que lo nuestro no fue un golpe de suerte, somos hacha y machete, y esa es la verdad”.

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