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La delgada línea roja

El asunto de más difícil manejo en los conflictos internos de un...

11 de septiembre de 2010 Por: Óscar López Pulecio

El asunto de más difícil manejo en los conflictos internos de un país, como se les llama ahora a las guerras civiles no declaradas, es el de las facultades especiales que se les otorgan a los gobiernos para que puedan tener instrumentos para solucionarlos. Son poderes extraordinarios que buscan encontrar una salida amparada en la legalidad que implica generalmente dos cosas extremas: la una, hacer concesiones que en condiciones normales repugnarían a cualquiera, amnistías e indultos a conductas que en circunstancias normales serían gravemente castigadas por la ley penal; concesiones de espacios políticos, que en circunstancias normales requerirían enormes esfuerzos electorales; y, sobre todo, una dosis colectiva de perdón y olvido, que en circunstancias normales ocasionaría rivalidades eternas. La otra, hacer más rigurosas las leyes de control social, restringir hasta el borde de lo intolerable las libertades públicas, obligar a la sociedad a reconocer y a odiar al enemigo común que la ataca, crear jurisdicciones especiales y sumarias, militarizar la vida civil y, sobre todo, multiplicar las actividades de inteligencia del Estado, es decir su capacidad para espiar a sus enemigos y no dejarse sorprender.Pero hay una delgada línea roja que no puede cruzarse sin convertir una justa causa en una causa de desconfianza y de temor. La que marca la diferencia entre las exigencias de seguridad del Estado y las necesidades políticas del Gobierno. Y todo indica que esa línea fue cruzada en Colombia a nombre de la Seguridad Democrática, creando una enorme sombra de ilegitimidad sobre las acciones del poder Ejecutivo, cuyos alcances están todavía por descubrirse. Se podría resumir lo que pasó en Colombia en los últimos dos períodos presidenciales como un esfuerzo descomunal y exitoso, a pesar de las críticas acerbas de la oposición, de recuperar el monopolio de la fuerza por el Estado, que es esencial para la vigencia del Estado de Derecho. Sus resultados están a la vista: los focos de rebelión armada arrinconados en las zonas más alejadas del país, la normalidad del transcurrir por carreteras y caminos, y el desmonte del monstruo paramilitar, creado por la incapacidad del mismo Estado de proteger a sus ciudadanos, que devino en tantas facetas corruptas y sangrientas. Todo aquello aún existe en diversos grados, pero sería necio negar que la situación de orden público nacional hoy es cualitativamente distinta y mejor de lo que era hace ocho años. Pero el precio que por ello se ha pagado es también muy alto representado en el deterioro de la ética pública supeditada a las exigencias del conflicto: el manejo laxo de miembros de la clase política y de las fuerzas militares comprometidos en los más escabrosos manejos con el paramilitarismo, que al amparo de la solución del conflicto terminó sirviendo a intereses particulares, a ambiciones electorales, al saqueo del erario, al despojo de las propiedades de los más débiles, a flagrantes violaciones de los derechos humanos. Y sobre todo, al cruce de la delgada línea roja que iba configurando un estado policía, interventor en la intimidad de sus opositores políticos. Fundamental para el afianzamiento del gobierno de unidad nacional que se está estructurando conocer la verdad sobre quiénes, en posiciones de poder, abusaron de ese estado de emergencia para lucrarse económica y políticamente, y, sobre todo, ordenaron cruzar la delgada línea roja, porque la supervivencia de la democracia, que se mide por el respeto a las libertades públicas, depende de ello.

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