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El carisma no basta

Son dos temperamentos opuestos. El uno reservado, reflexivo, intelectual, arrogante; un ratón de biblioteca.

10 de enero de 2020 Por: Óscar López Pulecio

Son dos temperamentos opuestos. El uno reservado, reflexivo, intelectual, arrogante; un ratón de biblioteca. El otro abierto, emocional, realista, humilde; un hombre de acción. Ambos, Papas de la Iglesia Católica Romana, la institución más antigua, conservadora, burocratizada del mundo, de la cual muchos esperan que refleje los valores cristianos que han representado por siglos la esencia misma de la civilización occidental. Sólo que hoy los valores son otros y la Iglesia está sumida en una crisis sin precedentes, sus fieles a la desbandada, sus clérigos en el desprestigio, la existencia misma de su Dios puesta en duda por los avances de la ciencia, la fe en la vida eterna erosionada por el materialismo.

Cuando el papa Benedicto XVI se enfrasca en una larga conversación con el cardenal arzobispo de Buenos Aires Jorge Bergoglio, en los salones de Castelgandolfo, y en la Capilla Sixtina del Vaticano, de lo que se habla es de esa crisis monumental. Un diálogo divertido y profundo que es el centro de la película ‘Los dos papas’, estrenada en 2019, dirigida por el brasileño Fernando Meirelles, con guion de Anthony McCarten, protagonizada por dos extraordinarios actores Anthony Hopkings como Ratzinger y Jonathan Price como Bergoglio. Casi una pieza teatral, donde priman los close up.

Ratzinger, alemán, representa la tradición; Bergoglio, argentino, la renovación. Ratzinger, envejecido y enfermo, quien ha tomado la asombrosa decisión de renunciar al papado, piensa que alguien que no se le parezca puede marcar como su sucesor el camino de la Iglesia Católica en el mundo moderno. Confunde el carisma con la capacidad de transformar la realidad, que es el error más común de la política.

Todo el asunto es pura ficción puesto que nada de lo que allí se describe ocurrió en realidad. Pero pudo haber ocurrido. Ratzinger carga con el pecado de haber sido tolerante como arzobispo en Alemania con los escándalos de pederastia de los curas católicos, a quienes cambiaba de parroquia, en vez de denunciarlos y meterlos a la cárcel, método que se repitió en todo el mundo. Tampoco ha hecho mucho como Papa para evitar que aquella atrocidad siga ocurriendo y ha sido la sociedad civil la que ha liderado las denuncias. Bergoglio carga con el pecado de haber sido tolerante frente a los crímenes de la dictadura argentina de Videla, que arrastra a varios padres jesuitas, con el argumento de que estando en buenos términos con el gobierno podría ayudar mejor a las víctimas. Se confiesan entre ellos y se absuelven mutuamente. Poético y fácil.

Ratzinger, un papa tímido, se aferra a la tradición; Bergoglio se ha hecho un nombre, del que desconfían muchos, hablando de que la comunión no es un premio a la virtud sino un alimento para los pecadores, que las parejas divorciadas pueden recibir el sacramento, que el matrimonio de los sacerdotes no es un dogma, que no se debe discriminar a los fieles pertenecientes a minorías sexuales. Cuando es elegido Papa el mundo entero lo recibe con la expectativa de que ahora sí la Iglesia Católica va a entender en qué mundo están sus fieles.

Del discurso y el pequeño gesto no ha pasado. Aún estamos esperando. Las multitudes que convoca no siguen las enseñanzas de su Iglesia, ni él ha hecho mucho por cambiarlas. Como Juan Pablo II, Francisco resultó ser un fenómeno de masas, no un reformador religioso. El carisma no basta.

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