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Bienes comerciales

Aplicar como política pública la ley de la oferta y la demanda...

30 de abril de 2011 Por: Óscar López Pulecio

Aplicar como política pública la ley de la oferta y la demanda a los servicios sociales, como la salud y la educación, es de por sí una equivocación conceptual, por la simple razón de que los ciudadanos no pueden prescindir de ellos y no todos pueden pagarlos. Aquí las fuerzas del mercado se estrellan contra la obligación estatal de garantizar el bienestar social, y el mercado termina totalmente deformado con unos ‘compradores’ sin capacidad de compra, unos ‘vendedores’ sin utilidades y un pésimo servicio, con excepción de las personas que puedan costearlos, que son las menos. El asunto de fondo es que no se trata de servicios, sino de derechos cuya denegación lleva a la enfermedad o a la ignorancia.El caso de la educación es oportuno denunciarlo puesto que el proyecto de ley de origen gubernamental que reforma la educación superior no se ha presentado al Congreso todavía, a diferencia de la reforma de la Ley 100, que regula la prestación de servicios de salud, que ya fue aprobada para insatisfacción de todos los conocedores del tema. Lo que el proyecto educativo plantea es la prestación de la educación superior privada como un servicio comercial, principalmente para satisfacer las necesidades de educación para el trabajo del sector productivo. Desempolva la ley de la oferta y la demanda para facilitar la presencia de inversión privada nacional o internacional en el mercado perfecto que se le crea a la educación superior, hasta ahora al menos en el papel, en manos de organizaciones sin ánimo de lucro. El asunto puede funcionar financieramente al nivel más bajo de la calidad educativa, que siempre ha sido un negocio lucrativo disfrazado, en el cual la competencia por bajos precios de matrícula lleve a ofrecer servicios de muy mala calidad acordes con la capacidad de pago de los usuarios, es decir, educación de mala calidad para los pobres. Las experiencias conocidas de centros de educación superior con ánimo de lucro no producen mucho entusiasmo: el porcentaje de sus graduados es bajo; su calidad es mediocre, agravada por el hecho de que puedan ofrecer toda clase de estudios, como se propone en el proyecto colombiano; y llevan a un enriquecimiento de la organización, a veces con recursos provenientes de becas oficiales, y a un endeudamiento de los estudiantes que terminan pagando préstamos por estudios que no terminan.Por el contrario, la propuesta causaría estragos en las universidades privadas de calidad, que no tienen de verdad ánimo de lucro, a las cuales no se les aplica la ley de los rendimientos decrecientes, porque entre más complejas se vuelven académicamente, más costosos les salen los estudiantes, y porque sometidas a la competencia internacional de productos educativos de calidad, que hay muchos, bien podrían verse sometidas a lo que los economistas denominan un dumping, es decir que intencionalmente se ofrezcan unos bajos precios sostenidos por las utilidades de otros países por un tiempo prudencial que lleve a las buenas universidades privadas colombianas a la quiebra. Es por eso que los dueños de los tecnológicos y las universidades de garaje están tan contentos con la iniciativa gubernamental y las buenas universidades privadas tan preocupadas aunque tan discretas. El tío Baltasar dice con una cierta sonrisa que los estudiantes de las universidades públicas se han lanzado a las calles a oponerse al proyecto cuando los principales dolientes se han limitado a verlos pasar.

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