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Banderas en llamas

El segundo decenio del Siglo XXI que termina, deja una estela de banderas en llamas que anuncian en medio de ese incendio la agenda del porvenir.

27 de diciembre de 2019 Por: Óscar López Pulecio

El segundo decenio del Siglo XXI que termina, deja una estela de banderas en llamas que anuncian en medio de ese incendio la agenda del porvenir. Son reclamos callejeros que se estrellan contra grandes intereses económicos y políticos. La nube de gases lacrimógenos, los chorros de agua, la violencia urbana, son sólo los dolores de un parto que se había demorado.

En la cabeza está el tema de la protección del medio ambiente ante el cambio climático. Si hay alguna causa que una a las personas de todas la razas, religiones y colores, es el hecho de que lo único que no se puede hacer es destruir el planeta minúsculo en que vivimos. Las inundaciones, tormentas, sequías, incendios; los veranos abrazadores, los inviernos polares, el calentamiento del océano: temibles manifestaciones de la naturaleza que clama porque la acción humana no contribuya al desastre. La Amazonia y Australia arrasadas por el fuego, y Venecia ahogándose en su laguna de ensueño, son las imágenes que cierran el decenio.

Luego sigue en esa procesión dolorida el juicio mismo al sistema democrático, que ha dejado de ser considerado como el mecanismo óptimo de la representatividad política. Los Parlamentos y Congresos, y los Primeros Ministros y Presidentes, elegidos popularmente, piensan una cosa y la gente que los eligió otra muy distinta. Es como si los unos se hubieran convertido en los enemigos de los otros, y el resultado de las elecciones sólo fuera un episodio que caduca inmediatamente ante el querer de las masas, que nadie es capaz de interpretar. Como no hay alternativa a la vista, la crisis política es la actualidad de la democracia. No sirve, pero no hay como reemplazarla. Es otra de esas banderas en llamas que alienta el viento de las redes sociales donde se supone que sí se expresan las necesidades de los ciudadanos, en una queja sin dueño ni líder, con una representatividad política gaseosa.

Y atrás no se queda lo que se había considerado el mayor logro de las relaciones internacionales del último siglo, el multilateralismo: la capacidad de un grupo de naciones de encontrar terrenos comunes y mutuamente provechosos. Vuelve a dividirse el mundo en dos grandes potencias Estados Unidos y China, de modo que sólo bajo el amparo de una de ellas puede haber salvación. Una guerra caliente, no fría como antaño, donde los que se enfrentan son dos grandes poderes económicos, que se repliegan sobre sí mismos, generando nuevas formas de un proteccionismo comercial que se creía superado y deja en el descampado a las naciones que no se alineen con uno de ellos. Cierran sus fronteras propias y presionan para que se abran las de los demás como en los primeros tiempos de la expansión del capitalismo internacional.

Y como una sombra ominosa que todo lo cubre, un descreimiento en las instituciones. Ya no en la fe religiosa y sus iglesias, enterrada desde el siglo pasado, sino en la capacidad de la sociedad de crear una moral civil que esté representada en instituciones respetables. La gran conquista de la democracia fue el establecimiento de un Estado laico y la confianza que en él se depositó para crear una sociedad justa y equitativa. Ahora resulta que la democracia y sus instituciones son un formidable mecanismo de concentración del ingreso y de generación de inequidades. La bandera de la fe pública en llamas, el más doloroso signo de estos tiempos calenturientos. Vendrán mejores.

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