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Las guerras de la infancia

Dolor mudo. Soledad. Enajenamiento. Pero también claridad, franqueza, lucidez. Todo eso está...

17 de febrero de 2016 Por: Melba Escobar

Dolor mudo. Soledad. Enajenamiento. Pero también claridad, franqueza, lucidez. Todo eso está plasmado en el libro Los niños piensan la paz, un esfuerzo del Banco de la República por compilar 800 testimonios de niños y niñas de todo el país en torno a conceptos como paz, violencia y guerra. Con el apoyo de ‘Laboratorio del Espíritu’, la organización de Javier Naranjo que trabaja estrategias para la construcción de ciudadanía, el proyecto es una ventana a un país desgarrado no solamente por el conflicto armado, sino por la onda expansiva que esta violencia ha dejado en las familias.La violencia en el padre, en la madre, en la calle, en el maestro, pero también la violencia en uno mismo, en la institucionalidad, en el desconsuelo de la huida, en el desarraigo, en la pérdida y la mutilación, tienen aquí un nombre propio, una historia de vida y, a menudo, un tímido pero contundente reclamo de ayuda.Ya Javier Naranjo sorprendió en su momento con Casa de las estrellas, la definición que hace un niño del universo y que le da nombre al libro de definiciones donde otro se refiere a “iglesia” como “el lugar donde vamos a perdonar a Dios”.En esta ocasión, Los niños piensan la paz se abre como una caja de pandora hacia los miedos, las necesidades, deseos y peligros de quienes son los herederos de esta guerra, de sus vicios y secuelas, reflejadas en la cotidianidad de sus hogares, pero también, en la clarividente dureza de sus palabras.A menudo hacemos de la infancia un territorio idílico, un lugar sagrado donde no caben las mentiras ni la maldad. Sin embargo, los niños también comprenden el terror, a menudo lo personifican y lo heredan de sus padres, y qué mejor que permitirles visibilizarlo, tomar una voz y opinar sobre cuál ha sido su cuota en esta guerra, de la que sin duda y, muy a su pesar, han sido protagonistas.Permitirle a la infancia expresarse libremente, sin encajonarlos en un lugar estrecho para la cursilería y una impostada inocencia que a menudo nos resulta más conveniente a los adultos que a ellos mismos, es una primera prueba de valor, el valor de escuchar lo que muchos no queremos oír, de saber que estos testigos mudos han estado siempre ahí, observando, viviendo, sintiendo y ahora diciendo donde se encontraban mientras todo esto ocurría.Una niña recuerda a una amiga del barrio, a quien su madre colgó hasta dejarla sin aliento. Otra sueña con que su mamá salga de la cárcel. Un niño dice que la guerra llegó el día que su padrastro llevó a su hermanita al puerto para que la manosearan. Otro tiene miedo de jugar fútbol por temor a perder una pierna. Una niña asegura que su papá se murió “de venganza”, mientras otro aclara que quiere a su tío “aunque sea paramilitar”. Una adolescente, ante la pregunta de qué le produce miedo, responde: “Que me violen y me arrojen al río”.Sus respuestas hablan de un país disfuncional, maltrecho, injusto y descompuesto. Pero también de la capacidad de recuperación de los niños. Son ellos una fuerza de la naturaleza, una fuerza con el poder para levantarse y recuperar el camino. Cuando Naranjo le preguntó a Santiago qué le preguntaría a la guerra, este chico de 11 años respondió: “Le preguntaría qué le pasó en la infancia”. Como dice Brayan de 11 años: “Dejemos el pasado atrás y hagamos el presente”. Y ese presente no podremos hacerlo sin pensar en la salud mental y emocional de nuestra infancia. Son ellos los herederos, de la paz, o de la guerra.