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Democracias de consumo

Si bien cuando uno piensa en China, lo primero que se le...

17 de abril de 2013 Por: Melba Escobar

Si bien cuando uno piensa en China, lo primero que se le viene a la cabeza es el autoritarismo y la falta de libertades, también es cierto que, al estar aislados de la presión a corto plazo que suponen las elecciones populares, el mandarinato moderno tiene la posibilidad de pensar no en términos de cuatrienios, sino de un futuro medible en décadas. Por otra parte, Occidente mismo ha cambiado y es posible que el modelo de democracia consumista se esté agotando. En este esquema, el ciudadano viene a ser algo así como el cliente y el Estado el prestador del servicio, de quien esperamos la gratificación inmediata de nuestras demandas. Con tal de ganar votos, el candidato promete con base en dichas necesidades, en un círculo vicioso donde cada quien obtiene lo que desea en el corto plazo, pero nadie se preocupa por el futuro ni traza una hoja de ruta para alcanzar un verdadero cambio. Se genera así lo que algunos llaman “la cultura de la Coca Cola Light” donde se espera consumir sin ahorrar ni estudiar, y tener infraestructura y seguridad social sin pagar impuestos. Los autores Nicolas Berggruen y Nathan Gardels lo explican muy bien en su libro ‘Gobernanza inteligente para el Siglo XXI’. Ambos sugieren que se está llegando la hora de despertar la imaginación política y abrirse a nuevas ideas en Occidente, donde las elecciones se basan en la destrucción del adversario y donde la satisfacción del votante privilegia los intereses egoístas sobre el bien común. Cada vez más, los electores de las llamadas democracias liberales nos comportamos como hinchas enceguecidos de un equipo que gana o pierde en medio de un juego de mentiras y confabulaciones. La política, en democracias como la nuestra, con sus actores febriles, sus bufones mediáticos y sus críticos, se ha convertido en un espectáculo de alquilar balcón. Y detrás de toda esa actuación, de los pajaritos que hablan, los presidentes que pasean en Willys y los ex que empapelan las ciudades con vallas cargadas de odio, lo que vemos es una cultura consumista de gratificación inmediata, donde cada quien está luchando por tener lo que quiere. China jamás habría logrado su milagroso desarrollo económico a tal velocidad, de haber tenido que someterse a las reglas de una democracia. Nuestro modelo se basa en la destrucción del adversario, en el desconocimiento de los méritos del antecesor, en un juego donde ganar implica aniquilar al opositor y comenzar todo desde ceros –incluso aquello que funciona-. En esta lógica, cada cuatro años somos un pueblo distinto, con otro eslogan y otra camiseta, pero con las mismas instituciones ineficientes y cada vez más debilitadas y con los mismos problemas nombrados con otras palabras. A estas alturas debería importarnos qué podemos aprender de Oriente y a ellos acercarse a nosotros en la búsqueda de un equilibrio entre autoridad y libertad, individuo y colectividad, corto y largo plazo, meritocracia y democracia. Pienso en Venezuela, en la dudosa legitimidad de una Presidencia que se gana con poco más de doscientos mil votos de diferencia, pero sobre todo en los venezolanos, que más allá de ideologías son hoy clientes insatisfechos con la escasez de bienes básicos de consumo, la inseguridad, la carestía de la vida. A fin de cuentas, en una democracia liberal, el cliente decide con base en su situación personal frente a un gobierno u otro. Aunque hay que decirlo, cuando hablamos de política, el cliente no suele tener la razón.