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Como una invitación a la liberación, al libre albedrío, ahora cada quien puede decir lo que piensa en las redes sociales.

26 de septiembre de 2017 Por: Melba Escobar

Como una invitación a la liberación, al libre albedrío, ahora cada quien puede decir lo que piensa en las redes sociales. Cada quien puede hacerse escuchar e incluso entablar un diálogo con los poderosos, con cualquiera. Podemos “estar más cerca unos de otros”, conocernos y así, finalmente, habitar la aldea global.

Con estas promesas Facebook ha ido conquistando el mundo. Más que una empresa, la máxima creación que haya hecho un ‘hacker’ en su historia, se parece a un gobierno que rige a sus ciudadanos de acuerdo a políticas y normativas propias. Mark Zuckerberg habla de “transparencia radical”, pues cree que en una sociedad transparente la gente se comporta mejor al saberse expuesta públicamente. ¿Pero no es esa la lógica de un Estado totalitario? ¿Aplicar la vigilancia sobre sus habitantes como mecanismo de control? La transparencia radical rima con totalitarismo radical. Y mientras compartimos las fotos de nuestro hijo, apoyamos a determinado precandidato a la presidencia, o nos mostramos en una playa, alguien nos está mirando.

Y no solamente en Facebook, en cualquier parte. Basta entrar a Netflix, para que sepan qué serie nos va a gustar, Amazon tiene mi talla, sabe exactamente qué autores me interesan, por alguna razón, me ofrece cochecitos y biberones, justo cuando necesito de ambos. Llega a ser aterrador. A veces temo que mi computador o mi teléfono me conocen mejor que mi pareja. Esto sin mencionar el número de aplicaciones que cuentan nuestros pasos al andar, las calorías consumidas, el tiempo que nos tomará leer el último libro de nuestro autor preferido, o la hora de darle de comer al bebé. También hay una aplicación para definir la mejor ruta para ir al trabajo, una más para llevar las finanzas de la casa, otra para elegir vestido, novio, hasta marido. Es como si entre más ayudas nos ofreciera la tecnología para cualquier cosa, menos nos ocupáramos en pensar por nosotros mismos.

Así lo sugiere un artículo de Franklin Foer en The Guardian, donde explica el poder de las redes sociales, tanto como su peligro. Facebook cuenta con millones de usuarios para hacer experimentos sobre el comportamiento humano: ¿Son contagiosas las emociones? ¿Qué hay en común entre el género, la nacionalidad y la raza de una persona? ¿Cómo inducir el aporte a ciertas causas sociales? ¿Qué nos avergüenza masivamente, cómo queremos ser vistos por los demás? Son, entre muchas más, algunas de las tantas preguntas que el Gran Hermano tiene la posibilidad de responderse mientras sus usuarios actuamos como ratones de laboratorio.

Facebook puede predecir la raza, el género, la orientación sexual, el estado civil y si se ha usado o no drogas, solamente basándose en los ‘likes’ que damos sus usuarios. Para eso solamente se necesitan unos algoritmos. El método a través del cual un concepto pasa a ser un procedimiento y, de ahí, un código. Sin preferencias, intuición, emocionalidad, necesidades ni deseos, es decir, sin humanidad, y bajo el único precepto de la eficiencia, los algoritmos pueden descifrar nuestros comportamientos para luego transformarlos en algoritmos capaces de inducirnos a sentir y a creer lo que ellos quieren. Así de fascinante. Así de asombroso. Como una película futurista, solo que en tiempo real. Hemos creado una máquina que nos puede convertir en una máquina a su servicio. ¿Irónico, no? ¿Quiénes somos, qué nos interesa realmente? Puede que en términos existenciales nunca tengamos la respuesta, lo cierto es que Facebook, hace tiempos la tiene.

Sigue en Twitter @melbaes