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Decido callar también porque estoy aturdida, porque hay palabras que me han hecho daño y no quiero hacérselo a otros, porque creo que el silencio puede ser acaso una cura en medio del ruido.

11 de septiembre de 2018 Por: Melba Escobar

Esta es una columna que ya había imaginado escribir antes. Para ser más precisos, tres veces. Tres veces en las que intenté dejar este espacio que me ha dado tanto. Pero el buen Luis Guillermo Restrepo siempre me daba cariñosas aunque firmes razones para continuar. Y es así que la calidez de un diario y las personas que lo integran, Vicky Perea entre ellas, me ha hecho irme quedando hasta completar siete años. Siete años en los que he crecido con la ayuda de mis queridos y otros no tan queridos lectores.

Aquí, en esta columna quincenal, aprendí a expresar una idea en 3.400 caracteres. Aquí cayeron los primeros insultos. También he recibido halagos, aportes enriquecedores y hasta un premio. Pero dentro de todo, lo más valioso de esta experiencia ha sido la posibilidad que me ha ofrecido de tasar las palabras: entender su poder me ha enseñado a respetarlas.

Las palabras van regándose para pasar de nuestra boca a los medios de comunicación y a las redes sociales en una onda expansiva capaz de propagarse como el fuego. Y son las mismas palabras que avivan incendios, las que bien podrían apaciguar las llamas. Sin embargo, a menudo, elegimos el ruido, el incendio, la destrucción, la injuria, atizar el miedo y la ira antes que aliviarlo o al menos intentar comprender.

Las palabras hoy más que nunca se derraman feroces, como galones de petróleo en el mar. Amenazantes, arrasadoras, contagiosas. Palabras que prenden miedos y odios como leños en un bosque tupido. Por desgracia, el mensaje corrosivo y el juicio, suelen ser más contagiosos, efectivos y visibles que las palabras precisas, reflexivas o serenas.

No soy experta en nada, solo soy una ciudadana con un espíritu crítico que se gana la vida con la punta de los dedos. Y espero seguir haciéndolo así por el resto de mi vida, entre otras cosas porque no sé hacer nada más. Tomar esta decisión no ha sido fácil. Este es un espacio que voy a extrañar. Sin embargo, esta vez he tomado la decisión con más firmeza, pues además de las presiones de tiempo, se suma ahora un malestar que ha ido tomando fuerza en mí.

Hoy en día, parecería que todos somos expertos. Opinamos de política, de economía, fracking, impuestos, el sistema de salud, las pensiones, los salarios, la familia, las minorías, en fin, sobre absolutamente todo. Construimos tesis, afirmamos tener la razón, salimos a gritar con fuerza aunque no tengamos evidencia, como si valiera más el grito que su contenido, como si así estuviéramos en el camino a solucionar alguna cosa.

Abandonar esta columna es un acto de protesta. En cualquier caso es una manera de rendirle tributo al silencio. El silencio que deja madurar los pensamientos, el silencio que decanta, el silencio que duda más que afirma. Esta última columna es pues, primero, un agradecimiento inmenso a este espacio, a quienes confiaron en mí al brindármelo, y a mis lectores, y segundo, un elogio a la reflexión.

Decido callar también porque estoy aturdida, porque hay palabras que me han hecho daño y no quiero hacérselo a otros, porque creo que el silencio puede ser acaso una cura en medio del ruido. Decido callar porque dudo. Porque quiero creer en la meditación decantada, porque creo en la palabra como un don que nos ha sido dado y al que más vale cuidar para que a su vez nos siga cuidando.

Esta última columna de 3.400 caracteres con espacios ha sido una maestra, una guía y una compañía. Gracias una y 3.400 veces más.

Sigue en Twitter @melbaes