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Razones para amar a Cali

Quizá una de las decisiones mayores de cualquier ser humano es decidir...

31 de mayo de 2015 Por: Medardo Arias Satizábal

Quizá una de las decisiones mayores de cualquier ser humano es decidir dónde vivir. Muchos habitan un lugar por tradición y, otros, por decisión. En esa última instancia, caben los colores, los sabores, los amores. Quizá Cali sea una de las ciudades más perfectas del mundo, como Barcelona, Toledo o Nueva York. De la primera, se dice que no tiene par por ser culta, antigua y estar frente al Mediterráneo; la segunda, hecha en un entramado feliz como en la Rayuela de Cortázar, es propia para perderse. Viendo sus callejones, sus palacios, desde la colina, el escritor cubano Alejo Carpentier, conceptuó que era “un lugar para quedarse…”.Nueva York ha sido vanguardia cultural y también ‘avant garde’ de la moda. Vive todo el mundo ahí y su cercanía al río y al mar, la hace también única, como París, vecina del agua y de los puentes.Cali tiene ese privilegio de estar también junto a un río, de tener puentes que interconectan las dos orillas y de quedar, después de un serpenteo de montañas que visitan todos los climas, cerca del mar. Cerca del mundo, de la música, del color, de unos sabores que apenas descubre y hermana de una de las culturas más viejas del mundo: la africana.Una ciudad que está por conformarse, todavía, en su diversidad étnica y cultural, que se parece a veces al sur profundo de los Estados Unidos, a Cuba, a Puerto Rico, a Sevilla la del Guadalquivir y que conserva, como ninguna otra del Caribe, usos y costumbres de haciendas cañeras, jergas de plantación adentro, memoria musical y un pasional y atávico apego por el baile.Gustavo Lotero, Plumitas, un viejo cronista de Cali, decía con sabiduría que todo caleño debe saber nadar y bailar. Evocaba quizá esos primeros paseos de fines del XIX y comienzos del XX, cuando las destrezas del braceo se probaban en el río Cauca y en los charcos que circundaban la ciudad, y no era ajeno a esa electricidad en los cuerpos que se veía cada fin de año, cuando los bailaderos engalanaban sus puertas con palmeras, y adentro un timbalero tocaba frenéticamente, hasta que amanecía, junto a la vellonera Wurlitzer.Pardo Llada repetía con Juan de Castellanos: “Tierra buena/ tierra que pone fin a nuestra pena/ tierra de oro/ tierra abastecida/ tierra donde se ve gente vestida…” Como tantos extranjeros, está sepultado aquí, entre el cielo y las palmeras, lejos de Sagua La Grande, de su Caribe nativo.A fuerza de repetirlo, el mito de la belleza de la mujer de Cali es hoy una realidad que va por el mundo. Ella que viene de Lilíes, de Carabalíes, de castellanos viejos, se fundió en un cóctel de razas sólo comparable a la fusión que se dio en Brasil con la herencia lusitana. Algo de trigueñía, de suavidad en el cuello que besa la brisa, un no sé qué en el caminar, y esto de la sonrisa, que es real y luminosa, un apego a la moda del mundo y el hablar cantarín que dejaron por aquí los romances asturianos y extremeños, son condiciones que terminan por confirmar que la belleza se quedó por aquí extraviada entre los guayacanes lilas y el jazmín de la noche. Cuando vine por vez primera a la ciudad, de la mano de mi padre, fue para ver una final Millonarios-Cali, en un tiempo en que todos los bonaverenses éramos hinchas del equipo bogotano, por la sencilla razón que Maravilla Gamboa, Marino Klinger, Senén Mosquera, Piri Quiñonez y Nicolás Lobatón, se habían vestido de azul. Las oficinas del correo quedaban frente al río y desde ahí era posible ver la hermosa fachada del Batallón Pichincha, el Puente Ortiz que avanzaba hacia La Ermita -cuando la vi fue como estar delante de Notre Dame- y haciendo esquina con el primoroso edificio de la Compañía Colombiana de Tabaco, el Hotel Alférez Real. El sonido del río bajaba por ahí haciendo encajes, tronaba con un rumor balsámico, desplazaba vapor frío al rostro. El agua era verde y transparente y todo el mundo parecía feliz, de ver las piedras de este, su río, al fondo. Me decía, así mismo, que no era posible que tuviera ya catorce años y apenas ahora venía a conocer este lugar encantado donde el aire olía a flores y a musgo de alta montaña, y había mujeres, por los lados de Santa Rita, donde vivía mi madrina, con las faldas infladas por la corriente del río, y el jabón apoyado en una piedra.Gonzalo Arango lo predijo: “A lo lejos la ciudad resplandece como un vientre de luces, palmeras, sexo. Su ardiente vitalidad es este respiro de fuelle que arroja en las fauces del cielo las olas de calor, temperatura, trompetas, claxones, gritos ebrios y el merecumbé. Cali, ciudad de noches alejandrinas, dócil a los placeres, vulnerable a los deseos del mundo. Cielo de Epicuro donde aterrizan ángeles mahometanos. ¡Noches crepitantes de Cali en las que el cielo gotea como en los mejores estados de fiebre. Cali, capital de la Noche del amor!”.

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