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Oh, vida

Llovía en la bahía con tal fuerza que el mar parecía acribillado...

21 de noviembre de 2013 Por: Medardo Arias Satizábal

Llovía en la bahía con tal fuerza que el mar parecía acribillado por millones de flechas, y en la cubierta del ‘Zeetor’, un vapor oxidado que se iría a pique en el estero de agua dulce, nos ajetreábamos sacando plumudas; se prendían tres, cuatro, en los anzuelos múltiples. La plumuda es un pez plateado, bello como una corvina pero incomible. Tiene tantas espinas o más que el bocachico de los ríos colombianos.Me quité la camisa para disfrutar de la lluvia, y lancé el anzuelo muy afuera. De pronto sentí que anzuelo y plomada se iban al fondo, con fuerza, y el nailon empezaba a bailar entre el aguacero, con la danza propia de los peces finos. Los peces de raza como la corvina, el gualajo, el jurel, la cherna, el dorado, el pez espada, el pargo rojo, son fiesta para el pescador. Luchan en el agua, pelean, hasta subir exhaustos por la borda de los botes. Los peces de menor rango como el canchimalo y el tamborero, a veces ni siquiera tiran del cordel. Caen bobos, como cierta gente, y además no representan exquisito bocado.Mis hermanos dejaron de pescar para mirar lo que iba a ocurrir, pues era seguro que tenía una buena presa. Le cobré como a una cometa y luego lo dejé ir, para que no reventara la cuerda, y al fin dio un salto sobre la superficie y lo vi nítido, contra el último sol que llameaba tras la cordillera. ¡Era un pargo rojo!, sólo que no tan grande como imaginaba; era apenas la mitad de mi antebrazo y se dejó remolcar suave, en el último estertor. En medio de tanta plumuda y unas pocas jaibas capturadas con catangas coreanas, un pargo rojo es un trofeo. Al día siguiente lo comí al desayuno con tostadas de plátano y café negro. Confieso que fui feliz.Si he de recordar otro momento de felicidad, quiero pensar en esa mañana de 1999, en los primeros días del otoño. Debían ser la siete y un frío suave como pelusa de durazno se metía entre la ropa. En el auto, mi mujer dejaba escuchar una canción de Arcaño y sus Maravillas, que sería luego himno, cada vez que salíamos de Connecticut a la Gran Manzana: “Good bye, good bye, nos vamos para New York…”. Manhattan estaba a dos horas de casa y parquear ahí un fin de semana era proeza. Siempre supe en qué calle de esa isla dorada estaba el espacio perfecto para nuestro pequeño auto. Sólo me dejaba llevar por lo que me dictaba la conciencia, hasta encontrar, a veces con precisión que asombraba a mi mujer, el sitio entre el enjambre de Canal Street, en el barrio chino. Lo que venía después era parecido al paraíso. Buscábamos un lugar en la calle Mott; a la hora del desayuno en Chinatown, parece que los restaurantes levitan en vapor. Íbamos donde van las familias chinas, donde el menú está en mandarín o cantonés. No se habla inglés ni se toma Coca-Cola. Sólo té.Las meseras recorren los salones con carritos hirvientes. Ofrecen ahí esa delicadeza de la comida china: el Dim Sum, pastelitos envueltos en pasta de arroz, con camarones, berenjena, brócoli chino, cerdo, bocados de arroz hervidos en hoja de parra, tartaletas dulces con sabor a jengibre. El cliente toma lo que desea y ellas apuntan en una pequeña libreta, al tiempo que ponen más té en las mesas.De mi tiempo en los Estados Unidos –más de doce años- extraño de verdad esas mañanas de sábado en el barrio chino de Nueva York, la ceremonia del Dim Sum (‘corazón caliente’, es su traducción del cantonés), y esas caminatas entre las tiendas botánicas y los templos budistas. Imágenes que regresan ahora como en un sueño y me ayudan a respirar entre el caos de mi patria.Mientras haya una mesa para mí en la marisquería de Sam Woo, siempre valdrá la pena vivir, para el retorno.

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