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Memorias de Córdoba

Entrar en el espacio intrincado de la vieja Córdoba, es recorrer calles angostas por las que solo cabe un cristiano, situación que exige una sola fila a los viandantes para poder avanzar.

8 de julio de 2020 Por: Medardo Arias Satizábal

Entrar en el espacio intrincado de la vieja Córdoba, es recorrer calles angostas por las que solo cabe un cristiano, situación que exige una sola fila a los viandantes para poder avanzar.

Arriba, los claroscuros, un juego de luces y sombras, habla de cielos cerrados o abiertos por la profusa arquitectura. Poco antes de llegar al barrio de La Judería donde las tribus e Israel hicieron su casa por varios siglos, asoma, en un cuadrado de luz, una de las imágenes más típicas de esta tierra: el gitano solo que sentado en una banqueta se golpea las rodillas mientras aprieta los ojos y estruja la voz. Su cante hiere la tarde y un sonido metálico se repite al fondo de su sombrero en el piso.

Con una moneda el turista agradece este lamento que viene de lejos, de la India carmesí y de los claustros moros. Alguien más allá pulsa una guitarra y se va por bulerías delante de las ventanas que se abren desde paredes encaladas con flores y enredaderas. En cualquier lugar de al-Ándalus, en torno a templos o museos, el viajero encontrará gitanos que echan su canto al viento y lo que es propio de esta parte de España situada después de Despeñaperros, el punto que abre el horizonte de la Sierra Morena: vientos de castañuelas, de “pandereta, de Frascuelo y de María”, del Pescaílla y el jaleo.

Este tiempo de pandemia ha lesionado seriamente el turismo español en el sur. Apenas ahora se considera la apertura de aeropuertos, hoteles y restaurantes y en los chiringuitos otro día atestados se mustian las muñecas vestidas de manolas, los abanicos, las gitanas que auguran la suerte en la palma de la mano. Las compañías de turismo advierten acerca del ‘peligro’ de entrar en conversación con los descendientes de Toñito El Camborio, al que García Lorca vistió de verde en su romancero, pero no hay nada más difícil que evitar el asedio de una gitana. Inicialmente te ofrece un “puñao” de romero, mientras te mira fijamente, toma rápidamente tu mano e inicia una perorata de vida y milagros.
Muchos viajeros evitan el momento con algunas monedas. Nadie quiere llevar encima una maldición tan mitificada en tonadillas y boleros.

Los patios de Córdoba, el trazado del puerto de Cádiz, hablan de un prodigio arquitectónico que fue trasplantado a la América, y se hizo réplica en una ciudad como La Habana. Así lo describió Alejo Carpentier: “No había casa en los días de mi infancia, donde no estuviese localizado ‘el lugar del fresco’, el cual rompía, por lo demás, con las reglas de urbanidad al uso. La obsesión de tener amaestrado algún ‘lugar del fresco’, originaba la multiplicación de las mamparas…” (La ciudad de las columnas).

La luz, atenuada por el frescor sombrío de las plantas, da carácter al interior de estas viviendas que igual son de origen árabe, judío o cristiano. Textos talmúdicos, versículos del Corán pueden encontrarse en una sola cuadra, burilados sobre la piedra. Tres culturas convivieron ahí en paz, con sus credos y costumbres, hasta que los hijos de Israel fueron expulsados o perseguidos por la Inquisición cuando la bandera de Castilla y Aragón cobijó estas tierras. Dejaron atrás hermosas sinagogas, y una lengua, el ladino, español antiguo que todavía congrega hablantes en un congreso anual.

En la Calle de la Judería puede verse hoy la más antigua sinagoga de España, pequeña, recoleta y luminosa, a la que se accede por un túnel breve que se abre la poterna del lugar de oración. Cerca de ahí, la plazuela de árboles bajos rodea la estatua de Maimónides, Moisés ben Maimón, considerado uno de los mayores estudiosos de la Torá. Nació en Córdoba en 1138. Cerca, el monumento a la memoria de Averroes, el eminente médico moro precursor de la cirugía de cataratas. Los cordobeses creen que tocar los pies de Maimónides trae buena suerte.

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