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La rescatada palabra

“La neblina es mi patria, el castillo en donde todo nace y...

14 de julio de 2016 Por: Medardo Arias Satizábal

“La neblina es mi patria, el castillo en donde todo nace y se deshace. Reina en la montaña, en la avenida. En ella nacen lentamente los árboles, el mítico Everest… la mano de un amigo que habíamos perdido…”, nos dice Laureano Alba en su nuevo libro ‘Entre la tierra y el cielo’, con presentación reciente en la Biblioteca del Centenario.Y nos preguntamos entonces, de dónde viene esta serena observación de la vida y sus avatares, esa palabra sencilla y diferente que nos indica altas montañas del lenguaje.Y descubrimos antes de la palabra a quien ha construido toda su existencia en torno a una estética, a una poética que avasalla al verso y es, en sí misma, una forma de ser y de pensar.Que el arte no es el espejo de la vida, sino el martillo que usamos para moldearla, nos enseñó Bertold Brecht, y es de esta manera, a golpes certeros sobre la piedra amorfa de la existencia, como Laureano ha logrado cincelar un mundo donde sus amigos nos sentimos cómodos; el espacio ancho y democrático de la poesía, la argamasa de sus sueños, el material primordial para fundar una familia de mujeres que en todo se le parecen, porque fueron tocadas por su verbo y su infinita capacidad de ternura.De Laureano, médico también, me sorprendió inicialmente su vocación social para atender de manera apostólica a los enfermos del mundo. Una luz real lo iluminaba cuando madrugaba en Cali a curar a los que no tienen ni un solo maravedí para pagarse una consulta. Luego supe que era poeta y entendí, y la vida me permitió ser su amigo en tiempos en que podíamos meternos doce escribas en un auto, e ir por la ciudad con brazos y piernas por fuera de las ventanillas, dándole largas al idioma, empleando todas las palabras, para que no se escaparan, avaros de metáforas, reyes de nuestras propias letanías. Nunca antes un carro diminuto contuvo tantos sueños.El auto de los locos, nuestro barco ebrio en tierra firme, terminó en la mitad de la sala de Laureano y Mayú, como un trofeo salvado de la pasión, y ahí se quedó, hasta que desapareció en el recuerdo.Puedo recordar ahora nuestra emoción al leer el libro de poemas que ilustrara para Laureano, Fernell Franco, o el título de una novela que se quedó bailando en nuestra generación: “Los duros de la salsa no bailan bolero…”.Laureano nos despierta cada año con un nuevo libro, como el de vinosa portada, de hace dos años, “Diario de viaje”, donde nos dice: “La ciudad que amo no ha sido inventada/ cascadas cruzan sus calles/ pelícanos y limosneros de plácidas sonrisas, celebran navidades/ arquitecturas de vidrio trazan avenidas/ laberintos de espuma, rondan la soledad y el silencio/ el mar la mece con sus canciones y sus alegres gaviotas que cagan a niños inocentes/ en los parques hay músicas llamando a la alegría con guitarras eléctricas/ pájaros invisibles dejan señales que copian a Beethoven y Mozart/ La ciudad que yo amo ronda en el aire. Es solo una canción remota…”.Los poetas pintan con palabras lo que ven en la hondura del sueño, lo que extraen de la tinta de la noche. Ahora, Laureano pinta con pinceles lo que durante tanto tiempo nos ha dicho con palabras, y va por el mundo en compañía de nuestra entrañable Mayú, que trae la música estos trenos del alba.No en vano, nació Laureano en un pueblo de Boyacá que alguna vez fue declarado el más bello de Colombia: Tibasosa. De esos altos aires andinos, de aquella vegetación que no conozco o acaso de la dulzura que se esparce como un perfume en la casa del hombre que conoce el campo, vienen estas sílabas lentas, joyas rescatadas de un mar antiguo para el oído martirizado de este siglo de muerte.Este recital es también, así lo dijo el poeta, el preludio de un retorno a la ciudad que nunca se fue de su poética.Sigue en Twitter @cabomarzo

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