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Hablar de amor debajo del cocotero

Hubo años en que me imaginé como el viejo que persigue a una tintorera, desde la corriente del golfo, hasta lograr, ya medio muerto, amarrarla a su bote.

23 de junio de 2021 Por: Medardo Arias Satizábal

Si no hubiera sido colombiano, me hubiera gustado ser la oreja de Van Gogh, o la mano crispada que aprieta una rosa bajo el casco del caballo iluminado por un bombillo de setecientas bujías en el Guernica de Picasso.

Hubo años en que me imaginé como el viejo que persigue a una tintorera, desde la corriente del golfo, hasta lograr, ya medio muerto, amarrarla a su bote. Y en mis primeros días de Nueva York, compré un viejo gabán de capitán en derrota, en una tienda de marineros en Mystic. Un homenaje al buenazo de Allan Poe en los años de la errancia.

Si no hubiera sido colombiano, me hubiera gustado ser, también, un guajiro cubano del tiempo anterior a la revolución, un campesino de guayabera, polaina y machete, de esos que ven cómo se va dorando un cerdo en una púa, mientras Juan Ramón va en busca de plátano verde y pintón. Hay guateque en el bohío.

Me hubiera gustado ser, también, uno de esos baqueanos anónimos que arreaban ganado en los cuentos de Borges, detrás de una recua de abigeos en la frontera entre Brasil y Argentina. Habría cuidado sí, de no desear ni la montura, ni el caballo, ni la mujer del capataz de tropa, pues esto me hubiera acarreado el riesgo de ser el protagonista de ‘El muerto’, el mejor cuento del hombre de la esquina rosada. Y ahora no les estaría contando esta historia.

Pensándolo bien, quise ser también el destello en el cuchillo del árabe en aquella playa imaginada por Albert Camus en ‘El extranjero’, o el joven que bailaba mambos en la playa de la Malvarrosa, o el hombre que volaba con alas de angel en la noche azul de Chagall; o el profesor que ocupa la misma habitación de Dalí y de Lorca en una universidad madrileña donde la noche trae en sus brillos un perfume de eucalipto.

Una noche, quise ser el gitano que cantaba con voz verdadera a las puertas de un templo en Salamanca, o Sancho, sabio y glotón, o el protagonista de ‘El anatomista’, a quien le toma 339 páginas descubrir que hay un lugar secreto en el cuerpo de toda mujer, un breve espacio encarnado, dulce y sombrío, como aquellas gotas de agua pura que caen del techo en las cavernas tamizadas de musgo, un lugar para librar todas las batallas.

El problema de ser guajiro era la obsesión con la trigueña, la del flamboyán florido y la cuita de amor debajo del cocotero. Pasé la primera parte de mi vida deseando a una trigueña, pero la vida me fue dando chinas, rubias etruscas, irlandesas, rusas. He perdido un poco la idea idílica del lar campesino, con la vaquita blanquinegra y la mano que dice adiós, pero, al fondo, la trigueña sigue ahí, como un reto biológico, por fuera ya de esos lastres estéticos del subdesarrollo.

Cuando tenía menos de 18 años, quería ser un trotamundo de Harlem, alguien capaz de driblar desde la bomba, para hacer una cesta de gancho, como Chamberlain, después de hacer girar el balón en el índice derecho, para alegría de los niños. La primera vez que vi una cancha de baloncesto en el Harlem real, el del barrio negro de Nueva York, pensé que quizá era mejor ser poeta.

Me hubiera gustado también ser pescador, de esos que viven en un junco en la bahía de Hong Kong, y cocinar ahí todo lo que saliera del mar; una anguila o un zapato.

Como no pude escuchar los cocuyos de la noche estrellada de Van Gogh, desde su oreja, ni fui la mano aplastada en Guernica, ni el vaquero que huye en un cuento de Borges, ni el guajiro de guateque, ni el hombre de la noche azul en el pincel de Chagall, ni estrella de baloncesto, decidí ser sólo Medardo Arias, un colombiano con visa múltiple al territorio libre de la imaginación.
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