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Borrachología

Colombia perdió más de 15 mil nacionales en los últimos 30 años, en carreteras y caminos

10 de marzo de 2021 Por: Medardo Arias Satizábal

En Bogotá la Policía acompañará hasta su hogar a clientes de gastrobares que exhiban un “avanzado estado de embriaguez”. La medida es aplicable desde hace muchos años en algunos lugares de Europa, como el puerto de Hamburgo, donde el borrachito es izado y depositado, literalmente, en la puerta de su hogar.

En Cali, por el contrario, se discute hoy si es oportuno abrir las discotecas -al parecer ya algunas tienen licencia y hasta patente de corzo para funcionar sin interrupciones- en un momento de incertidumbre por lo que pueda traer el covid en la ya cercana Semana Santa.

Aunque de un día para otro nos convertimos en uno de los países más sobrios del mundo -conducir ahora es maravilla, pues es poco probable colisionar con un borrachito en contravía- la pandemia trajo también una reducción sustancial de accidentes en la vía.

Colombia perdió más de 15 mil nacionales en los últimos 30 años, en carreteras y caminos. Toda una masacre sólo comparable a una guerra, o un ataque con gas sarín a un pueblo como Lenguazaque, en Cundinamarca.

Muchos colombianos que perdieron la vida en buses decembrinos llevados al abismo por conductores alicorados, o arrasados, en plena inocencia, en cualquier calle del país, perdieron también la oportunidad de ser padres de familia, excelentes jugadores de fútbol, presidentes de la república o senadores.

Cuántos de estos infortunados compatriotas hallados lívidos en la orilla de ríos ignotos, después de rebotar como semillas de maraca dentro de buses sin frenos, hubieran podido ser, por ejemplo, alcaldes de Bogotá, concejales de Cali, gerentes de algún instituto descentralizado.

Era menester parar la sangría que produce esta combinación de alcohol y gasolina. La medida era necesaria en un país de gente que “maneja mejor” cuando está bajo los efectos del ajenjo, o recibe sorpresivos fluidos del más allá, de un Ayrton Senna, o del más acá, de un Fittipaldi.

Resucitar la noche de Cali tiene bemoles; en tiempo normal, discotecas, restaurantes, chochales, taxistas, recibían claro beneficio en una ciudad que tiene como marca la rumba. Solo que hoy, en medio de una pandemia que no llega a su fin, abrir la llave de la noche para “reactivar la economía” puede tener serias consecuencias.

Hoy, con las penalidades que acarrea unir gasolina con alcohol los taxistas reciben el beneficio adicional de quienes deciden, mejor, ir por la ciudad en alfombra amarilla.

En Bogotá la borrachología está a la orden del día. Seguramente la alcaldía contratará borrachólogos para lidiar con jumas de primer, segundo y tercer grado.

Para llevar a un cliente beodo a su casa, es necesario distinguir quién está ‘prendo’, ‘mediacaña’, ‘chavorro’, ‘sabrosón’, borracho clásico, ‘enlagunao’ o alguien que definitivamente alcanzó una perra inmarcesible.

No hay nada peor que un borracho que rehúsa pagar una carrera, o que decide ir hasta Palmira, dar vueltas por Jamundí, cuando su vecindario está realmente en Bretaña.

Con los cursos de inglés, francés, y talleres de apreciación musical -he topado ya con chóferes que me saludan en la lengua Shakespeare, con buen acento, y derivan el dial hacia una sonata de Johannes Brahms en Carvajal Estéreo, lo cual está bien y es loable- se hará gran tarea enseñándoles, también en Cali, a pastorear ciudadanos jinchos. Una de las primeras lecciones, fundamental, es la pedagogía de las llaves -cómo encontrarlas-, y otra, ayudarlos a ingresar en el recinto familiar sin dejar caer el ‘tomemija’, la chuleta o la sobrebarriga a la criolla, cuya eventual caída, con estrépito, puede causar ruptura matrimonial ante la cólera justificada de la amada insomne.

La borrachología, quién lo creyera, dejó de ser ciencia abstrusa, para ser hoy en Colombia un tratado o estudio que puede ser más popular que el psicoanálisis en Argentina.
Sigue en Twitter @cabomarzo

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