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Arde Virginia

En una de sus historias sureñas, W. Faulkner narra el linchamiento de un negro en una calle de ese ‘deep south’ insondable en sus pantanos, en sus pequeños pueblos y ciudades donde la ira no cesa.

16 de agosto de 2017 Por: Medardo Arias Satizábal

En una de sus historias sureñas, W. Faulkner narra el linchamiento de un negro en una calle de ese ‘deep south’ insondable en sus pantanos, en sus pequeños pueblos y ciudades donde la ira no cesa. Cuenta el maestro de ‘Gabo’ que el hombre fue amarrado a un poste y vejado por toda una población, acusado de violar a la mujer de un blanco.

Los hechos recientes de Charlottesville, Virginia, me hacen pensar que el tiempo no ha pasado y en las viejas casas de hacienda de ese sur que narró magistralmente Margaret Mitchell en Lo que el viento se llevó, ha estado represada, por 157 años, una furia que viene del pasado, la que nunca aceptó el fin de la esclavitud y sale ahora a la calle con emblemas nazis y con la vieja bandera de los once estados confederados del sur. Este emblema tiene en su centro una equis con trece estrellas que los representan, además de Missouri y Kentucky. Los ultranacionalistas blancos de Charlottesville dieron una batalla campal para evitar el retiro de un parque de la estatua de Robert E. Lee, el jefe de las fuerzas armadas de los estados sureños que decidieron no hacer parte de Estados Unidos, hacer su propio país, en defensa de la esclavitud. Esta secesión, en 1860, provocó la guerra con el norte, a la postre vencedor.
Después que Dylann Roof asesinara a nueve afroamericanos en una iglesia de Charleston, Carolina del Sur, en 2015, se ordenó retirar las banderas confederadas y las estatuas de quienes defendieron el sur esclavo.

Recientemente, la multitud que se oponía a una marcha de ultra nacionalistas, aupada por el viejo Ku Klux Klan, fue repelida por quienes, a la manera de los últimos ataques yihadistas en Europa, embistieron con sus camionetas a la multitud. El hecho criminal reviste la mayor gravedad en un país donde, al igual que en el viejo mundo, crecen los movimientos absolutistas.

Hace diez años asumí la nacionalidad estadounidense y, rebosante de romanticismo voté por Barack Obama para su primera elección. Viví eso que recuerdo hoy como la primavera de una nación que deseaba cambios urgentes y veía en el antiguo trabajador social que recorrió palmo a palmo las calles de Chicago con su evangelio de servicio, una oportunidad histórica. Conservo aún el afiche que rezaba “Yes, we did… together we made history”, pero observo hoy cómo caen a pedazos importantes reformas sociales. El último bastión de esa gran reforma, el Obamacare, es fustigado y se anuncia su deceso por el altavoz republicano.

Los hechos de Charlottesville no pueden convertir a Estados Unidos en ese país pobre de espíritu que dejó para la Historia las revueltas raciales de la Universidad de Kent, y más atrás, el infame Apartheid en buses, teatros, restaurantes. Una larga lucha por los Derechos Civiles parece haber dejado muy atrás la historia oscura de esta gran nación, los sucesos que antecedieron a la marcha de Montgomery, la oración del reverendo Martin Luther King Jr. en la que imploró un tiempo en que los hijos de los granjeros de Idaho puedan sentarse a la mesa con los vástagos de Harlem: “Rechazo la opinión de quienes consideran que las personas son prisioneras en la noche sin estrellas de la guerra y el racismo, y que nunca será realidad la aurora luminosa de la paz y la fraternidad (…) Creo igualmente que un día toda la humanidad reconocerá en Dios la fuente del amor, que la bondad salvadora y pacífica será algún día la Ley, que el lobo y el cordero reposarán juntos…”

Amo los Estados Unidos del poeta Langston Hughes, la Nueva York de Walt Whitman y sus odas al progreso, el país de Mark Twain, de Emily Dickinson, de Toni Morrinson, de J.D. Salinger, Paul Auster y Bill Gates.
Estados Unidos, como lo quería el reverendo King, debe marchar hacia la luz. No retroceder.

Sigue en Twitter @cabomarzo

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