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Peñonicidio

Fui vecino de El Peñón desde que era un parvulillo y me llevaban a pasear al parque de su mismo nombre. Con lo anterior quiero significar que este sitio no me es ajeno y por tanto tengo cierta autoridad para comentar acerca de su despelotización y deterioro.

17 de abril de 2017 Por: Mario Fernando Prado

Fui vecino de El Peñón desde que era un parvulillo y me llevaban a pasear al parque de su mismo nombre.

Con lo anterior quiero significar que este sitio no me es ajeno y por tanto tengo cierta autoridad para comentar acerca de su despelotización y deterioro.

Lejano estoy de oponerme al desarrollo y al progreso de mi ciudad y la prueba es que en la medida de mis escasas posibilidades, he sido abanderado de causas en favor de la actividad inmobiliaria y comercial. Pero, y como dice el refrán, “bueno es culantro pero no tanto”.

Y es que en día pasado me di a la tarea de recorrer mi viejo barrio del que no queda más que un vago recuerdo, porque se polucionó de tal manera que perdió su carácter antañón y Caliviejero y dejó de ser un referente de la ciudad pastoril habitado en su totalidad por familias raizales que moraban en casas sencillas y solariegas.

Sin embargo y en aras del progreso entre comillas, fue como El Peñón se fue llenando primero de pequeñas edificaciones afines con el entorno y luego y como un aluvión se vino encima el comercio -que inicialmente fue respetuoso del barrio y de quienes allí vivían- hasta desbordarse de una manera llamémosla desafiante e irrespetuosa.

No niego que hay almacenes importantes montados con decoro y buen gusto, al igual que restaurantes y otros negocios que han sabido respetar el lugar donde se encuentran, como tampoco el esfuerzo que se ha venido haciendo para rescatar el otrora Colegio de La Sagrada Familia, que pronto dará paso a un hotel boutique con un centro comercial de la más alta factura.

Pero de allí a lo que pude ver y padecer hay un abismo muy grande. Se trata de un Peñonicidio comparable con lo que sucedió en Granada que acabó con ese barrio, y que menos mal se está recuperando, luego de la hecatombe que padeció cuando proliferaron en él toda clase de cuchitriles, covachas, negocitos y negociados.

Creo que en El Peñón son pocas las familias que no han sido sacadas a empellones y que todavía sobreviven en medio de ese caos vehicular en el que transitar se ha vuelto un viacrucis, porque sus calles se convirtieron en parqueaderos al igual que los andenes que quedan y que están tan deteriorados que ya es imposible caminar por ellos.

Si a lo anterior le sumamos la dictadura de las motos y la inseguridad que se hace presente día a día y noche tras noche, tenemos entonces la ‘tormenta perfecta’ por haber acabado -repito- uno de los pocos lugares de un Cali que es ahora totalmente impersonal e irreconocible.

Da tristeza El Peñón de hoy y uno se pregunta: ¿Cuándo sucedió todo esto? ¿Dónde estaba la autoridad? Y otras tantas inquietudes que no hay quién pueda responderlas. El barrio seguirá hinchándose, se cerrarán aquellos negocios que oportunistamente se asentaron contra viento y marea y contra Planeación y el POT y el uso del suelo. Y lo más deplorable, la poca arquitectura que queda seguirá siendo sepultada y reemplazada por adefesios ultrajantes, sin lógica, sin diseño y sin sentido de pertenencia o arraigo con lo que alguna vez significó el tradicional barrio El Peñón de Santiago de Cali.

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