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La rebelión de las canas

Mis amigos encanecidos no andan, están bravísimos porque precisamente andan sometidos a un aislamiento que ya no aguantan un minuto más.

4 de mayo de 2020 Por: Mario Fernando Prado

Mis amigos encanecidos no andan, están bravísimos porque precisamente andan sometidos a un aislamiento que ya no aguantan un minuto más y claro se han vuelto insoportables en ese confinamiento para ellos inhumano.

Eso de no poder salir de sus cuevas ni para recoger el periódico los tiene hechos unas pelotas amargadas, pues ven que sus vecinos que no han llegado a los malditos 70 -y así estén cerquitica de tan abominable edad- van y vienen como Pedro por su casa: que al banco, que a la droguería, que al mercado y que sé yo a que otras partes.

Y es que es una verdadera desgracia ver que antes los setentones eran personas respetabilísimas, unos tipos chéveres que ya sabían cómo vivir, pues si se trataba de tomarla suave y holgazanear se iban a los centros comerciales a darle comida al ojo, pero cuando era a trabajar, lo hacían con más ahínco y entusiasmo que esos señoritingos que ahora los miran con desprecio y con desdén.

Bautizados conmiserativamente ahora como ‘los abuelitos’, se volvieron de la noche a la mañana unos desechables que no los pueden ver en sus casas -de las cuales se apropiaron nueras y nietos- ni menos salir a la calle y en el colmo de la humillación, incluso les tienen que ir a cobrar la pensión, la que generalmente no les entregan completa.

Lo anterior está provocando lo que podría llamarse ‘la rebelión de las canas’ porque en justicia se está cometiendo un abuso con quienes han llegado al séptimo piso.

Está bien que haya especial cuidado con aquellas personas que han padecido enfermedades pulmonares o sufran de diabetes o presión alta y que requieren un tratamiento especial o que pasen de los ochenta -y eso que los hay con más energía que tanto ejecutivito de esos que nacieron cansados-, pero que enchuspen -como dice Gardeazábal en sus deliciosas y venenosas crónicas diarias- a quienes están sanotes y con ganas de comerse al mundo, con mil proyectos en la cabeza y otros tantos que están hoy bajo su batuta, no hay derecho.

Ellos merecen que se les revise su situación y se derogue para ellos ese confinamiento que atenta contra sus libertades, eso sí previa demostración que gozan de cabal salud y que desarrollan actividades laborales que exigen de su presencia so pena de que sus empresas se vayan de jopo pal’ estanco como ha venido sucediendo.

Y todo es, dicen muchos, por culpa de las canas que antes eran un atractivo masculino y ahora son muestra inequívoca de un enfermo terminal pidiendo pista para irse a chupar gladiolo, lo cual no sucede con las mujeres que al primer pelo blanco se pintorrejean el cabello y viven tapándose los años luciendo unas pelambres rojizas, monas platinadas, castañas oscuras y hasta negras ala de cuervo.

Ante esta desigualdad de género, un amigo que siempre ha vivido en el filo de la navaja decidió oscurecerse el pelo, embutirse en unos jeans de color subido combinados con una camisa de palmeras. Y le fue peor, pues se encontró con un compañero de colegio que no veía hacía años quien le dijo picaronamente: “No sabía que eras de la cofradía, pareces maricón de playa con ese pelo pintado y esa ropa que te hace ver más grande la panza”. Hoy, víctima de la depresión, está a punto de sanax viendo películas animadas, hecho un jumento.

Pero hablando en serio, mientras que a miles y miles de personas les importa un rábano el contagio con el virus chino y andan faroleando calle abajo, a estos terceradeños la cuarentena se las tiene montada de manera cruel y desalmada.

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