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Vidas fugaces, huellas profundas

No es fácil derrotar el olvido. Es decir ganársela al paso del...

8 de julio de 2016 Por: María Elvira Bonilla

No es fácil derrotar el olvido. Es decir ganársela al paso del tiempo que sabe borrarlo. Pues Lorenzo Jaramillo lo logró como lo demuestra la exposición recién inaugurada en el Museo Nacional de Bogotá y que ojalá llegue a Cali. Murió a los 36 años hace ya 25 años. La última vez que se supo públicamente de su obra fue en 1995 cuando la Biblioteca LuisÁ Arango realizó una incompleta retrospectiva y siete años después Seguros Bolívar publicó un libro con sus principales cuadros dentro de la colección de arte que dirigía con acierto Ivonne Nicholls.Y desde entonces todo había sido silencio. Hasta que se levantó de nuevo el telón e irrumpieron con toda su fuerza obras pintadas con la intensidad de quien la vida le puede, sensibilidad y velocidad conjugadas como si de antemano supiera que el paso por este mundo sería fugaz. Lorenzo pintaba con furor, casi con desespero; tanto como Andrés Caicedo frente a su Remington. Sin tregua. Sin pausa. Como quien viene con los días contados. A veces sofocado, con urgencia. Trabajadores incansables iluminados por una locura creativa controlada, ávidos de producir pero sin abandonar el rigor y la disciplina de unas mentes con memoria pobladas de cultura. Cultura de la grande, de la de antes. Y el resultado, en ambos casos igualmente sorprendente: la huella de un talento que acaricia la universalidad. El uno con la pintura, el otro desde la literatura, logran tocar fibras íntimas, emocionales que conectan con todas generaciones. Son precisamente los jóvenes de hoy, desamparados y solitarios, los quienes más se asombran con estos dos artistas que tendrían sesenta años y punta, pero que logran entrar sin recelo en las ranuras de sus sentimientos. Por eso fascinan a ese público fresco que deambula por los cuadros de Lorenzo, los mismos fans de Andrés Caicedo que reaparecen renovados cada vez que algún evento alrededor suyo los convoca.Ahí está Lorenzo con sus brochazos coloridos y vitales, anárquicos en medio de una armonía impuesta por su propia estética -que recuerdan el expresionismo alemán, al grito de Munch-, con sus escupitazos seculares, sus bailarinas gozosas, sus caras burlonas ensombrecidas por muecas horrorosas y aquellos hombres desnudados a brochazo limpio en blanco y negro que encierran placeres prohibidos y de pronto llega el recreo con cuadritos en pequeño formato, sutiles; tranquilidad y divertimento en medio de esa obsesión desbocada por pintar y pintar. Como la de Andrés: escribir y escribir.A Lorenzo le encantaban las máscaras y los disfraces. Cuando niño utilizó el rostro de su madre Yolanda Mora -una inspiración constante-, como lienzo para delinearle los ojos, desfigurarla con raros peinados nuevos y transformar a una señora tradicional, en una mujer extravagante. Un impulso infantil que resultó premonitorio de la manera como Lorenzo se ubicaría en el mundo, decidido desde siempre a dar la espalda y a sacarle la lengua a cuanta norma o canon convencional se le atravesara. Y lo logró, dejando claro que no estaba hecho para envejecer. Como tampoco Andrés Caicedo. Vidas fugaces que dejan huella.Y hablando de literatura, aquí va mi último descubrimiento después del cubano Leonardo Padura: el español Rafael Chirbes. De no perderse.Sigue en Twitter @elvira_bonilla