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Los hombres buenos

Están por allí. Solitarios y escasos. Discretos. No ameritan titulares de prensa....

1 de abril de 2016 Por: María Elvira Bonilla

Están por allí. Solitarios y escasos. Discretos. No ameritan titulares de prensa. Les importa el otro; escucharlo; ayudarlo. Dar la mano sin esperar retribución, con generosidad, con consideración, con humanidad. Andan por allí, perdidos en este mundo en el que el mal anda suelto. En el que el egoísmo se impone por norma de vida, como racero de éxito; un egoísmo que galopa con su vileza y atropella, aplasta sin que nada logre atajarlo en un mundo cada día más individualista y mezquino. Pero no, ahí los hombres buenos no sucumben fácil. Sólidos como rocas. Inquebrantables en su propósito. Perseverantes en una misión que confunden con su propia vida, batallando siempre, por los más humildes. Por aquellos anónimos desamparados frente a la vileza, la rudeza de la vida. Hombres buenos como uno que acaba de partir: Javier de Nicoló.Nunca vi tanta gente sencilla, pobre, desconsolada y llorosa como la que se juntó espontáneamente el domingo en la Catedral de Bogotá para despedir a ese italiano alegre, de boina y lentes enormes y gruesos, que con afecto y tesón salvó a más de 60.000 niños y muchachos del destino de desesperanza en el que los habían colocado la vida. Era una tristeza genuina la que se sentía, acompañada de recuerdos en la que el ritual religioso presidido por el cardenal Rubén Salazar acompañado de una docena de sacerdotes fue solo la ocasión para tener un reencuentro masivo de gratitud. La despedida de un hombre con corazón y templanza. Un hombre que tenía el respeto al otro como máxima rectora que había conseguido dignificar la existencia de quienes estaban allí, despidiéndolo con aplausos y flores blancas, muchos rescatados de la calle y de los huecos profundos de las alcantarillas de Bogotá. Jóvenes que forman parte de la banda de la Policía o del Batallón Guardia Presidencial que lo despidieron con las mismas notas aprendidas de ese espíritu alegre para quien la música había sido una ruta sanadora de las heridas que deja el odio y crueldad en vidas que apenas se abren al mundo. “Bueno, me voy, pero a trabajar con los pobres”, dijo cuando tomó la decisión a los 20 años de dejar su natal Nápoles y tomar el barco que lo llevaría a Buenaventura, guiado por el entusiasmo de otro sacerdote salesiano que había trabajado con los leprosos de Agua de Dios y conocía lo profundo del alma colombiana. Fueron años de tocar puertas y búsqueda hasta que en 1971, recibió el espaldarazo que necesitaba para volver realidad su sueño, cuando el alcalde Carlos Albán Holguín nombró a Javier de Nicoló director del Instituto Distrital para la Protección de la Niñez y la Juventud (Idiprón), entidad que dirigió desde entonces hasta que una decisión judicial lo sacó de un portazo por estar trabajando con 80 años en una entidad oficial. El padre Nicoló logró dejar sembrado un método eficaz en el que con una mezcla de afecto y disciplina y mucha libertad, generoso pero exigente, consiguió sacar de la desventura a miles de niños, niñas y jóvenes. Con paciencia y bondad. Esa bondad que en estos tiempos de avivatos y granujas se confunde y los seres buenos se consideran pendejos, bobos o ingenuos. Qué equivocados están cuando muy por el contrario, son precisamente ellos, los hombres buenos, como dice Piero en su canción, los imprescindibles.