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La juventud del bostezo

Me abruman los jóvenes con los que trabajo, o simplemente observo. Todos...

15 de octubre de 2010 Por: María Elvira Bonilla

Me abruman los jóvenes con los que trabajo, o simplemente observo. Todos ellos que en la lógica de la vida debían exhalar energía, entusiasmo, fuerza. Compromiso. Pero no, les puede la abulia, una abulia que contagia y paraliza. Silencios desesperantes llenos de apatía y desidia, que ponen a prueba cualquier paciencia. Viven en contravía a la vitalidad idealista que suele caracterizar los 20, los 30 años. Operan en los llamados parches con los que logran camuflar el ensimismamiento cuando no embolatan su precariedad emocional y comunicativa clavados en las pantallas de los computadores buscando respuestas en el maremágnum de la Web. Casi que como unos robots standarizados, reaccionan a cualquier interrogante con monosílabos, incapaces de sostener argumentaciones o discusiones acaloradas y estimulantes de esas que marcaron las generaciones de los 60 y una década después la de los 70, momentos existenciales universales cargados de intensidad y entusiasmo político. Algo de nostalgia sí, se siente, pero sobre todo inquietud. Generalizo sin miedo: son 14 millones, el 40% de los colombianos sumidos en una incertidumbre que los carcome.El de los jóvenes de hoy es un entusiasmo efímero movido por briznas pasajeras de ilusión o de modas que llegan y se van, que suben como espuma pero se deshielan con igual intensidad. Como ocurrió con la Ola verde, que parecía mover montañas y multiplicaba fans de Mockus en un crecimiento exponencial que superó records mundiales, pero quienes a la hora de actuar, de votar, se esfumaron, atrapados en la rumba del día anterior, o hipnotizados con el partido del Mundial, aperezados e inmóviles. Así son, cambiantes. Se aburren. Presos de un realismo fatalista, no hay experiencia que deje rastro o huella alguna en la memoria. Nómadas en sus afectos e intereses, exploran pero no se enganchan. Van y vienen. Aparecen y desaparecen. Como el sol, como la lluvia, como la impredecible naturaleza. El filósofo francés Gilles Lipovetsky lleva años intentando comprender la lógica de esta sociedad abocada a la obsolescencia de las cosas que ha generado esta juventud. Son varios sus libros: La edad del vacío, El imperio de lo efímero, El lujo eterno, que buscan explicar la dinámica de la postmodernidad. Esa velocidad que lleva a que la simultaneidad se imponga sobre cualquier orden de prioridades, que coloca al individuo en el centro del universo, que ha dejado la sociedad sin valores, incapaz de dar certezas o seguridades que protejan; que no proyecta sentido de futuro; ni despierta ilusiones, ni provoca sueños y anestesia con su consumismo desbocado. Su obsesión por comprender estos tiempos de vacío lo llevó a una última reflexión, casi desesperada: La sociedad de la decepción. Sin ser apocalíptico, Lipovetsky señala cómo la desdicha y el desencanto superan las aparentes satisfacciones acentuadas por la cultura mediática, el entretenimiento y el disfrute material. Da claves para entender algo de ese bostezo perenne en el que vive tanto joven, cuando no tiene por delante un buen concierto o simplemente una nueva experiencia que estimule sus sentidos. Sin sembrar demasiadas esperanzas.