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La fatalidad Palestina

El muro que divide a Jerusalén de los minúsculos territorios palestinos es...

11 de julio de 2014 Por: María Elvira Bonilla

El muro que divide a Jerusalén de los minúsculos territorios palestinos es una afrenta. Ofensivo. Mide más de ocho metros de altura rematado con alambre de púas con garitas de seguridad que recuerdan los campos de concentración Nazi. El muro separa la llamada Franja de Gaza –controlada por el grupo político Hamas– donde sobreviven hacinados 1.5 millones de palestinos en un área de 147 km cuadrados, uno de los territorios más densamente poblados del mundo. Allí sobreviven en la pobreza y tienen que afrontar el hostigamiento permanente y, cuando se radicaliza el conflicto como ahora, los ataques bélicos del poderoso ejército Israelí comandado por el radical y frío Primer ministro Netanyahu. Los palestinos terminaron desalojados de una tierra que desde siempre les perteneció, desde los tiempos bíblicos, donde además nació el cristianismo. Territorios controlados y recorridos por babilonios, griegos y romanos que han hecho de su historia una verdadera epopeya que alcanzó su punto más trágico, del cual aún no sale, en 1948 cuando el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas de un plumazo los despojó de más de la mitad de su geografía patria para crear el Estado de Israel y albergar miles de judíos dispersos por el mundo, muchos víctimas a su vez del holocausto Nazi. Por eso todo resulta tan complejo. Claramente el odio llegó de fuera.El territorio acordado por el Consejo de Seguridad se quedó finalmente en el papel y en tres guerras aumentó la ocupación israelí a costa de los palestinos que quedaron arrinconados en su propia tierra. Un Estado israelí apoyado por sucesivos gobiernos norteamericanos sometidos al poderosísimo lobby judío que desconoce cualquier resolución de la ONU, ajeno a los llamados de gobiernos e iglesias en el mundo, incluido el último del Papa Francisco que recorrió el muro en su última visita y pidió para que regrese alguna forma de convivencia respetuosa y pacífica.La realidad de los palestinos es triste. Se respira allí un aire de pueblo derrotado. Los extremismos se imponen provocando las reacciones radicales y violentas con los dramáticos resultados ya conocidos. Las víctimas, como sucede siempre, son los ciudadanos rasos de Belén, Jericó, Betania, Ramala, que nada tienen que ver en la confrontación de las élites políticas. Son gente golpeada por la vida que poco tiene que ver con los rostros amenazantes que se presentan como clitches en occidente, como si todos fueran terroristas escondidos bajo sus pañuelos de algodón con los que desde siempre se han protegido del sol y del polvo del desierto.Entristecen los viejos palestinos que lo han visto todo, casi mendicantes sin posibilidades de acceder a la dinámica económica de las pujantes ciudades de Jerusalén o Tel aviv. Malviven en todo el medio oriente. Son los mismos que llegaron a Aracataca y que Gabriel García Márquez inmortalizó en Cien años de Soledad, “aquellos árabes que hallaron en Macondo un buen recodo para descansar de su condición de gente trashumante (…) invulnerables al tiempo y al desastre”. Una historia de fatalidad, protagonista de una diáspora interminable, habitantes del valle del río Jordán, señalado desde la antigüedad como la Tierra prometida, un sueño mítico que terminó convertido en su peor tragedia.