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Gabo, sin su merecido adiós

Allí estaban los mismos, esa clase política que respaldó el gobierno del...

25 de abril de 2014 Por: María Elvira Bonilla

Allí estaban los mismos, esa clase política que respaldó el gobierno del ex presidente Julio César Turbay y su Estatuto de seguridad, que forzó la salida de Gabriel García Márquez a su exilio hace 34 años, en el homenaje de puertas cerradas que el presidente Santos quiso hacerle al Premio Nobel. Estaba allí ocupando las primeras bancas de la Catedral primada de Colombia presente como si se tratara de un encuentro prosaico más. Allí estaban los congresistas de la mermelada con Gerlein a la cabeza -el mismo que persigue a los libre pensadores, que señala a los homosexuales de ser seres anormales y les prohíbe a las mujeres la posibilidad de decidir sobre su cuerpo, que niega las libertades individuales-; los que aprueban los presupuestos pírricos para el sector de la cultura, aquellos por los que el país ojalá no volviera a votar nunca más.Allí estaban y mucho mejor ubicados que quienes han trabajado para que en Colombia existan museos, salas de concierto, bibliotecas públicas, salas de lectura y de exposiciones, que aunque escasas y sin mayor grandeza, por lo menos existen. Estaba también el cuerpo diplomático, aquellos seres etéreos con su neutralidad cobarde que tanto bostezo le producía a Gabo, y decenas de funcionarios del gobierno, ellos de corbata, ellas de sastre y tacones, ocupando las primeras bancas de ese lugar que Gabo nunca debió pisar, ajeno a su vida, a sus convicciones, a sus creencias de agnóstico convencido, gobernado por agüeros laicos huidizos a sotanas y persignaciones.Qué poco de Gabo había en ese homenaje en el que la pieza musical escogida como plato fuerte fue un réquiem, un réquiem enorme eso sí, como el de Mozart, una pieza magistral y solemne pero que evoca tinieblas, dolor y lágrimas, contrario al espíritu de este gran hombre caribe asociado a la vida, quien le tenía pavor a la muerte.Todo resultó errático en el homenaje de Colombia, en cabeza del presidente Santos a Gabo y qué contraste con el gran ritual laico que le hicieron los mexicanos, en otra catedral pero de la cultura, como es el monumental Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México. Impetuoso, construido con grandiosidad, con la generosidad de un Estado como el mexicano que entendió siempre el significado de la cultura en su historia, en su identidad en su existencia como nación. Un palacio monumental que alberga las obras de los muralistas aztecas como David Alfaro Siqueiros, Diego Rivera, José Clemente Orozco que forman parte del alma mexicana. Es cierto, no tenemos un solemne palacio de las artes por donde puedan desfilar miles y miles de personas como vimos en México -aunque esta la bella Biblioteca nacional- precisamente porque en Colombia la cultura nunca ha tenido su lugar como columna vertebral tejedora de la identidad del país. Y sus gobernantes nacionales y locales, a excepción quizás y hay que reconocerlo del ex presidente Belisario Betancur, han despreciado o simplemente ignorado la cultura, a juzgar por el trato y la poca o ninguna jerarquía que se le ha dado. Pero además somos un país ingrato con su gente, capaz de forzar al exilio a creadores tan grandes como Gabo, como tantos que han tenido que abrirse camino en la soledad de las fronteras, sumidos en el olor de la guayaba.