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El peso de la conciencia

Me declaro incapaz de empuñar un arma. Y mucho menos de dispararla....

17 de septiembre de 2010 Por: María Elvira Bonilla

Me declaro incapaz de empuñar un arma. Y mucho menos de dispararla. Ni siquiera en defensa propia. Por razones éticas, de conciencia moral, en las que la condición sexual de ser hombre o mujer no pesan para nada, me siento incapaz de matar a un ser humano. Bajo ninguna circunstancia. Este sentimiento y convicción la comparten miles de colombianos que ni siquiera bajo presión estarían dispuestos a enfilar las filas de ningún ejército. No importa la motivación ni la causa. Se trata de decirle un no rotundo a la violencia, a la guerra. La diferencia es que algunos han podido escoger voluntariamente, mientras que otros, por su condición social de pobreza o por provenir del campo, no tienen opción distinta al servicio militar obligatorio. Por eso, comparto la alegría que muchos deben sentir con la sentencia de la Corte Constitucional de la semana pasada que abrió la puerta a que se pueda invocar la tutela para no prestar servicio militar. Si las convicciones o creencias son “profundas, fijas y sinceras” en no querer ir a la guerra, se puede buscar el amparo de sus derechos con esta figura legal. La Corte acogió una concepto de la Facultad de derecho de Eafit en el que planteó que la no aceptación de la objeción de conciencia al servicio militar como argumento para no atender una orden de reclutamiento, constituye una vulneración del derecho fundamental a la libertad de conciencia de todo ser humano. La historia de esta lucha es larga. Empezó en 1924 cuando un grupo de mujeres rechazó el que sus esposos y sus hijos fueran reclutados para ir a la guerra del Perú. Pero sólo en los años 80 tomó forma política y ciudadana la filosofía de la no violencia que promueve la Objeción de Conciencia, apoyada por las Naciones Unidas. La Constitución de 1991, inexplicablemente, no abordó el tema, pero en ese mismo año, en un acto catalogado como de desobediencia civil, tres jóvenes Testigos de Jehová -Mauricio Murillo, Germán Montenegro y Rolando Chara- se negaron a empuñar un arma y a vestir uniforme. Además de ellos, hay otros que son ya un símbolo de la lucha contra el Servicio Militar Obligatorio, como Luis Gabriel Caldas León, un estudiante del Inem del Tunal, en Bogotá, que pagó siete meses de cárcel por mantenerse fiel a sus convicciones pacifistas y no violentas. Amnistía Internacional exigió darle un tratamiento de preso político. El movimiento adquirió fuerza en el Liceo Marco Fidel Suárez de Medellín y se expandió a Cali, Barrancabermeja, Cartagena, Cauca, Sucre, Boyacá, Arauca y otras regiones del país, donde más de cien jóvenes en los últimos diez años se han declarado objetores del servicio militar, prefiriendo la cárcel o ser declarados remisos, con lo cual quedan inhabilitados para tener vida ciudadana y laboral normal. Aunque es el Congreso el encargado de reglamentar la sentencia, lo cierto es que la fuerza juvenil una vez se abrió camino. No se trata de omitir el servicio social que todo bachiller debe prestar sino redireccionar los 20.000 jóvenes que se reclutan anualmente a actividades sociales, acompañamiento a grupos vulnerables, protección medioambiental y ejercicios creativos, que permitan articular la energía joven a la vida y no a la muerte.