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Con la piel dura

Si hay algo que han producido los medios de comunicación masivos y...

11 de septiembre de 2015 Por: María Elvira Bonilla

Si hay algo que han producido los medios de comunicación masivos y especialmente la televisión con su incesante bombardeo de imágenes en caliente, es la frialdad y la insensibilización hacia el drama humano. El dolor de la gente forma parte del paisaje. Nada conmueve. Ni el cuerpecito de Aylan Kurdi abandonado como si se tratara de un desecho más de los que arroja el mar en su ritual de limpieza cíclica, ni las imágenes de aquellos racimos humanos desgajados en la proa de los barcos en su equilibrio precario rogando salvarse de un naufragio amenazante; ni las familias caminando kilómetros atrapadas en su desesperación buscando cualquier frontera; ni los gritos de desesperados en cualquier idioma urgidos de derrotar barreras de uniformes decididos a derrotarlos antes de llegar a tierra cierta. Mucho menos el llanto, aquellas lágrimas de niños y mujeres y también de hombres convertidas en el residuo final, el idioma universal del último aliento, de la ignominia. Nada importa porque la palabra compasión ya no forma parte del léxico de las emociones contemporáneas. Nada impacta. Ni aquello que sucede lejos, en geografías desconocidas y distantes por razones incomprensibles, ni tampoco la desesperanza de los compatriotas mancillados en la frontera próxima. Todo forma parte de un calideiscopio del dolor ajeno a las preocupaciones inmediatas de cada quien, entrega a su oficio, a las obsesiones de su pequeño mundo. Allí está siempre el recurso fácil para escapar de aquello que estorbe y entregar la atención mejor a una película de ficción, a un programa de entretenimiento, a un concurso fácil o a una telenovela construida con personajes falseados de la historia de Colombia. No es solo una imagen lo que representa el pequeño Aylán, es la síntesis del nuevo éxodo, masivo y trágico. Un padre sin hijos que recuerda “se me escaparon de las manos”, sin esposa, con una familia que solo pudo reencontrase en el anfiteatro turco en medio de decenas de cuerpos fríos. Abdullak Kurdi a quien le resuenan las últimas palabras de su hijo en el bote hundiéndose: “¡Papá, no te mueras!”. Abdullah un hombre desolado quien pagó cuatro mil euros, para tomar la ruta de la muerte en una barca inflable con sobrecupo y sin chalecos salvavidas engañado por unas promesas fallidos como son las que lanzan a la aventura a miles de personas en pos de cualquier destino distinto al infierno que dejan atrás y que nunca pensaron conocer. Sí, para qué vivir. Abdullah no tiene techo ni lugar a donde regresar. Su pequeño refugio en una vereda pobre despareció tras una bomba lanzada por algún fanático enloquecido del Estado Islámico en la guerra que le tienen declarada a los kurdos en su obsesión demencial por conquistar el mundo. Una desilusión que no tiene patria y de la que se han aprovechado los traficantes de personas, los que embaucaron a Abdullah y a su familia, los protagonistas de la nueva esclavitud del Siglo XXI, como la llama el Papa Francisco. Los más crueles de los crueles, aquellos que hacen dinero con la desolación humana. Esta es una narración más de las muchas que se leen con rapidez para darle paso al próximo tema. La piel se nos ha puesto dura. Ya nada nos toca. Indolentes. Damos asco, dice el periodista Juan Mosquera. Sí damos asco como seres humanos.