El Papa a la caldera
Si hay un país que epitomiza todos los males de África, ese es Congo, antigua colonia belga, ubicada en el corazón del continente cuyas fronteras fueron dibujadas en una ‘servilleta’ por diplomáticos europeos que se repartieron el continente africano en Berlín, capital de Prusia, a finales del Siglo XIX. El rey Leopoldo se hizo al país, literalmente, aseguró una salida al mar para poder exportar madera, minerales, caucho y especialmente esclavos, que eran transportados por el río Congo hasta el puerto de Loango. Unos diez millones de congoleses murieron durante el dominio belga caracterizado por el saqueo y las atrocidades contra la población nativa. Hoy Bélgica presume de gran defensor de los derechos humanos sin aún haber hecho catarsis por su infame pasado colonial.
Congo, con una población cercana a los cien millones, país rico en diamantes, oro, níquel, cobre, coltán, cobalto y otros minerales es también escenario de guerras permanentes entre diversos grupos, corrupción, intervención de países vecinos, atrocidades, violaciones, masacres, hambrunas, enfermedades, desplazamiento, desgobierno, dictaduras, golpes de Estado y las demás plagas que los humanos han creado para sí mismos. Congo es padre de uno de los paladines de la liberación africana, Patricio Lumumba, su primer Primer Ministro tras la independencia y quien eventualmente fue fusilado por militares al servicio de intereses occidentales. Poco auspicioso comienzo para este país, que no ha conocido un día de paz, por el contrario, trastabilla de tragedia en tragedia.
Tras la longeva dictadura de Mobuto Sese Seko, quien había cambiado el nombre del país a Zaire y al ser derrocado huyó en 1997, estalló la llamada ‘guerra mundial africana’ en la que intervinieron una docena de estados africanos y múltiples milicias locales y que dejó el país en ruinas causando la muerte de más de cinco millones de seres humanos. El genocidio ruandés envió al Congo millones de refugiados que aún permanecen en campos de refugiados en el país, mientras que tropas de Ruanda intervienen en la región este de Congo para saquear minerales.
A ese país, azotado por todos los males existentes, cuya población es devotamente católica, considerado como una de las más importantes reservas demográficas de la Iglesia, llegó Francisco en una visita que lo llevara a otro de esos desastres africanos, Sudán de Sur. Decenas de miles recibieron al pontífice en la capital Kinshasa, como demostración no solo del afecto, sino también de las quizás exageradas expectativas que despierta esta visita ante los colosales desafíos que enfrenta el país. El Papa no perdió tiempo en condenar a los países ricos por su “insaciable rapiña por los minerales y las riquezas de África”. “África no es una mina para ser depredada ni un territorio para ser saqueado”, agregó. “Este país está lleno de vida, buscando desesperadamente como respirar”, concluyó.
La Iglesia Católica juega un papel prominente en Congo, proveyendo servicios sociales, educativos y de salud en un país sin Estado, mediando en conflictos, luchando por la democracia y elecciones libres. La más fuerte institución del país es la Conferencia de Obispos, por su alcance y legitimidad.
Para los que proclaman desde las torres de marfil en Occidente, que la religión no tiene nada que hacer en el mundo moderno del secularismo recargado, del mantra de la separación de Religión y Estado, la visita del Papa Francisco a Congo demuestra que la religión nació milenios antes que los Estados, es un actor esencial en la política en gran cantidad de Estados del planeta y en las relaciones internacionales. Ignorarlo es necio.