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El odio contra Cali

Tres días duró la depredación presenciada con ojos impasibles desde el CAM y manejada con el lenguaje cantinflesco de quien debería proteger a todos los caleños sin distinción alguna.

2 de mayo de 2021 Por: Vicky Perea García

Empezaron tumbando la estatua de Sebastián de Belalcázar y luego asaltaron la ciudad. Pero en el CAM nada se sabía, y después hicieron lo que quisieron, mientras el miedo recorría a Cali.

La asonada contra la estatua era apenas una disculpa. Llegaron en varias chivas que nadie vio y nadie anticipó lo que iba a suceder. Era algo anunciado hace mucho tiempo, una venganza según dicen contra los conquistadores. Pero lo que vi fue odio de unos pocos que se mezclaban con los consabidos personajes de mochila que aventaban bombas contra la policía gritando que lo que estaban asaltando era espacio público y ellos tenían derecho a estar ahí.

Y las autoridades eran casi que espectadores, así como decenas de mujeres indígenas y jóvenes todos vestidos con anacos que no sabían qué hacer. Hasta que llegó el Esmad, los gases inundaron la zona y los que destruyeron a Sebastián montaron en sus chivas y salieron de la ciudad. Quedó la estatua colgando mientras desde el CAM, el alcalde Ospina justificaba aquella barbarie como “una narrativa por construir”.

Así, la primera autoridad de la ciudad, quien fue elegido para gobernar y proteger a todos sus habitantes, afirmaba que esa asonada que destruyó una figura emblemática de Cali fue producto de que no existan “monumentos para la comunidad afro, para la comunidad indígena que tanto le han dado a una ciudad multiétnica”. En su lenguaje confuso y pensado para sembrar la división dijo que en Cali no hay espacio para su fundador, “que no puede estar el conquistador, y no estén nuestros afros y nuestros mestizos”.

Así justificó que quienes no viven en Cali, que se transportaron en unas chivas visibles para todo el mundo, que tenían el antecedente de haber hecho lo mismo en Popayán, podían llegar aquí a destruir lo que a bien tuvieran, porque la primera autoridad del municipio estaba con ellos. Y luego siguió la asonada justificada en un paro contra la reforma tributaria, la borrasca que asaltó tiendas, supermercados, bancos, el mismo CAM, la Plaza de Cayzedo, las entradas de la ciudad, que destruyó decenas de buses del MÍO mientras el alcalde se escondía y no ejercía el liderazgo que debía asumir para proteger a su ciudad.

El asalto de grupos adiestrados y estratégicamente distribuidos que atacó y robó, que destruyó y atemorizó, fue respondido por la primera autoridad municipal con un tímido toque de queda ocho horas después de iniciada la demostración de odio contra la estatua de Belalcázar. Por supuesto los violentos se lo pasaron por la faja. Tres días duró la depredación presenciada con ojos impasibles desde el CAM y manejada con el lenguaje cantinflesco de quien debería proteger a todos los caleños sin distinción alguna.

Como lo alertó Kiko Becerra, no sería extraño que volvieran para destruir a Cristo Rey, a la Ermita, a la iglesia de San Antonio, a las Tres Cruces, símbolos de la historia de esa ciudad, “pluriétnica y multicultural” que aduce Jorge Iván Ospina para dar a entender que el sí es incluyente. Esa urbe que con sus virtudes y defectos es hoy víctima de la insania que acaba con la confianza en las instituciones, se apropia del patrimonio público y usa el poder para sembrar el odio.

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Me sumo al movimiento para reparar la estatua de Belalcázar y devolverla al sitio que le corresponde. Es el símbolo de la recuperación de una ciudad que quieren destruir los que la llaman “mi amada Cali”.

Sigue en Twitter @LuguireG