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No sé si fue sensatez, valentía o abandono la sorpresiva renuncia del...

22 de febrero de 2013 Por: Laura Posada

No sé si fue sensatez, valentía o abandono la sorpresiva renuncia del papa Benedicto XVI como máximo jerarca de la Iglesia Católica. Lo que sí es claro es que reconocer la fragilidad humana y los quebrantos de salud no es un pecado; así como tampoco es una muestra de debilidad tomar una decisión basada en la frustración de una institución dividida, sumida en las luchas de poder y en la corrupción. El hecho es más un acto de humildad, pues no sólo sienta un precedente al ser coherente con la realidad, también humaniza un cargo que depende de una voluntad divina, nos recuerda que es un mortal, como todos, y que la evolución del mundo requiere de nuevas generaciones y, sobre todo, de mentes innovadoras. Y la humildad es una noble cualidad de la que carecen, sin duda, algunos líderes mundiales y no pocos latinoamericanos, que insisten en darle prevalencia al poder sobre todas las cosas.Es gracioso ver la revolución de los cardenales en el Vaticano ahora que no pueden recurrir al ‘comodín de la fe’, como leí en una columna hace poco, que les permite guardar silencio en un mundo en donde todo lo sagrado es por ‘naturaleza’ secreto. De la misma manera conmocionó a los más de 1.200 millones de feligreses católicos, quienes confusos se preguntan qué hará Joseph Ratzinger, ahora como un humano común y corriente, y quién lo sucederá. Se habla de lo que será su última aparición en el balcón de la Plaza de San Pedro, de su despedida, del color de la sotana que usará en adelante, de sus días de oración y reflexión en Castel Gandolfo, de su vivienda en el convento del Vaticano, de lo que se hará con su anillo; pero no del futuro de un organismo ni de la solución a una fe cada vez más desprestigiada. La decisión de Benedicto XVI, que no había tomado un sumo pontífice en casi 600 años, supone un momento histórico y un punto de quiebre que permite repensar la Iglesia y su estancada visión del catolicismo.Soy católica, apostólica y romana, como diría mi mamá, pues he crecido bajo los principios y ritos habituales de esta religión, aunque con la fortuna de que se respetaban las creencias de cada quien y nada se imponía. Nunca me obligaron a ir a misa y con el tiempo entendí la importancia de creer, de rezar, de la introspeccción, del perdón, de agradecer, sin la necesidad de la devoción absoluta y la obsesión de una vida supeditada. En los lustros que lleva la Iglesia Católica se ha sobrevalorado la imagen de ese representante de Dios en la Tierra bajo un discurso vigilante, opresivo, que pinta un paraíso y un infierno impalpables, donde se castiga por pecar. Mientras tanto, el Vaticano sigue opulento mientras muchas iglesias se caen de la pobreza y el mundo se muere de hambre, hablan de familia cuando no pueden tener una propia, se oponen a la libertad de expresión y pensamiento, al pleno desarrollo de los derechos civiles, al progreso de la ciencia y al verdadero rol de la mujer en la sociedad. Confiesan y excomulgan, mientras lidian con problemas de pedofilia, encubrimientos, mafia y mal uso del dinero.Una institución manejada por la Biblia, asentada en el misterio y sólo en el conocimiento teológico, jamás tendrá renovación ni concordancia con la realidad. Por algo la gente cada vez más busca otras respuestas, otros espacios y otras filosofías que tiendan a lo espiritual, a la comunicación de sentimientos, a los mensajes desprendidos de vanidades, a lo que se aleja de la culpa, el miedo y el sufrimiento, a los pensamientos libres e ilimitados. Se busca un Papa, no una deidad con un discurso terrenal, coloquial; con una mente que lo deje discutir abiertamente los temas que trae consigo un mundo globalizado, lleno de cambios sociales y nuevas tendencias culturales; con una visión de respeto e inclusión frente a todos los caminos religiosos. Ojalá después del Cónclave de marzo podamos decir, por fin, “Habemus Libertatem”.