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No hay derecho

A las 8:30 de la noche, corría la segunda semana de enero,...

23 de enero de 2015 Por: Laura Posada

A las 8:30 de la noche, corría la segunda semana de enero, aterrizó en el muelle internacional del aeropuerto Alfonso Bonilla Aragón un vuelo proveniente de Panamá. La alegría y la tranquilidad que dejaron notar los pasajeros, esa que se siente de forma automática cuando sabemos que regresamos a casa, se anuló por completo ante la interminable fila en inmigración, en donde de seis cubículos, sólo estaban atendiendo en dos. Había familias con niños, muchos bebés, varios adultos mayores y también personas con dificultades o ayudas médicas. Pensaría uno que para este grupo de viajeros, que requieren de especial atención y agilidad en todos los trámites, existe una fila prioritaria. Pero no. No la hay. Para todos, fue el comienzo de un desafortunado viacrucis. Llegar a la zona donde se recoge el equipaje es casi lo mismo que recorrer una plaza de mercado. Es un entorno estridente, congestionado, sucio, desordenado, ensordecedor y, en igual proporción el uno y el otro, muy pintoresco. De las dos bandas que hay, sólo estaba funcionando una. Y en ella no sólo llegaban maletas de Panamá, también de Lima, Miami y Madrid. Cuatro vuelos internacionales, temporada alta y una sola línea de recepción. Tanto o más absurdo que la desinformación del personal del aeropuerto y las autoridades, que poco parecen estar capacitados para explicarles a los viajeros cómo proceder, para resolver sus dudas ni tampoco para establecer un orden que permita dinamizar semejante caos. Había un funcionario que gritaba por un megáfono e intentaba dar instrucciones, como cuando en la galería avisan que ya el camión se completó y puede salir, pero resultó más una interferencia que una salida práctica. Luego viene el proceso en la Aduana, con empleados que, displicentes y mal encarados, sólo atinan a mirar “por encima” lo que cada maleta lleva. Y es que si el proceso se cumpliera como se debe, uno entendería que las filas que se generan, así como el apretuje en medio de tanto tumulto de todo, de personas, de maletas, de coches, de sillas de ruedas y carros maleteros, en fin, tienen una razón de ser. Pero no, por el contrario, el pasajero se somete, literalmente, a que le metan la mano en los calzones. Porque eso hacen, no desdoblan una chaqueta ni meten las manos a los zapatos ni abren bolsillos recónditos, sino que sacan delante de todos lo más íntimo de cada pasajero. Y cuando se piensa que el viaje, por fin, ha concluido, en el parqueadero se vive otro escenario igual, debido a que el sistema de facturación se había caído. No vale ni la pena dar detalles de este último episodio, pero sí resaltar que toda esta odisea se padeció durante dos horas y media. Y fue desconcertante ver la gritería, los insultos y los empujones de los viajeros, comportamientos reprochables, pero a la vez entendibles, cuando en situaciones como éstas los pasajeros son tratados como animales. No hubiera querido darle espacio a la crítica en mi primera columna del año, pero lo que sucede con el aeropuerto Alfonso Bonilla Aragón, más que absurdo, es preocupante. No hay derecho que una ciudad como Cali, que se encuentra en un momento de importante desarrollo urbano, que ha logrado grandes oportunidades de inversión y que además es epicentro de innumerables eventos políticos, culturales, deportivos y sociales de talla mundial, tenga que padecer las consecuencias del desorden de Aerocali y de su negligencia, pues ésta no puede escudarse en sus obras de ampliación para justificar los malos tratos y la falta de celeridad en el funcionamiento del aeropuerto. ¿Cómo se está preparando? Ese debería ser su mayor reto, porque la imagen que está dando a propios y visitantes es verdaderamente vergonzosa.