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Las palomitas azules

Forma parte de nuestra naturaleza humana buscar permanentemente el contacto, saber que...

14 de noviembre de 2014 Por: Laura Posada

Forma parte de nuestra naturaleza humana buscar permanentemente el contacto, saber que somos escuchados y esperar que lo que expresamos tenga una respuesta. Cuando el mundo empezó a modernizarse y a dinamizar las diferentes formas de comunicarnos, la gente estaba feliz. Quería más. Todo cambió a velocidades tan inesperadas que tal vez ni siquiera permitió intuir la incidencia que esos avances producirían en nuestras vidas. Llegaron los teléfonos móviles, de ahí los smartphones y luego la red. Pasamos de las llamadas y mensajes de texto a la mensajería instantánea. Fue así como en 2009, con el propósito de ofrecer un servicio “que le hiciera la vida más fácil a la gente”, Jan Koum y Brian Acton crearon Whatsapp, una herramienta que terminó por colársele a más de 600 millones de personas en el planeta. Es innegable que nos encantó la idea de sentirnos casi que con el don de la ubicuidad y, más atractivo aún, de estar disponibles 24/7. Desde que fue comprada por Facebook, los usuarios hemos notado -y celebrado- varios cambios de este monstruo de la mensajería, como ver el estado, las actualizaciones y la foto de perfil de cada contacto, o saber su última hora de conexión y si están o no en línea. Hace poco menos de dos semanas, Whatsapp actualizó sus funciones. Los tradicionales chulos, dobles chulos, también llamados palomitas o checks, siempre grises, desde entonces son azules, lo que permite al remitente –quiéralo o no- saber exactamente no sólo si su contacto recibió de forma correcta el mensaje, también la hora en que lo leyó. Qué tan imprescindible o innecesario sea este plus es relativo para cada quien, lo cierto y curioso es ver que lo que los usuarios más estaban anhelando es, a la vez, a lo que más le están huyendo. Contradictorio, sí, pero lo son también las emociones que genera esa aplicación. Por un lado, que es indudablemente útil y, por el otro, que se puede volver adictiva hasta un punto casi patológico. Whatsapp es una herramienta fantástica. Pese a que soy poco conocedora y mucho menos apasionada de la tecnología, me ha resultado bastante práctica no sólo a nivel social, sino para cuestiones de trabajo. Considero que es invasiva, pero son las condiciones que aceptamos por hacer parte de una red social, esa a la que por simple definición es absurdo pedirle privacidad. El problema no es Whatsapp per se, son todos aquellos que basan sus pautas sociales en el desenvolvimiento de su mundo virtual y los que viven presos de una dictadura en la que no sólo exigen atención y comunicación inmediata, sino en la que creen estar obligados a responder de la misma forma. Es curioso cómo para muchos el apocalipsis llegó junto las palomitas azules. Se ve gente inquieta, con su ánimo y su vida alterada ante el arribo de lo que para muchos de nosotros es sólo otra característica más; para otros, la mayor amenaza. Whatsapp se convirtió para una gran mayoría de esos 600 millones de usuarios, en la mejor herramienta de espionaje, esa que les permite controlar la vida del otro, esa que va transformando el carácter y comportamiento de los usuarios a unos cada vez más obsesivos. Y no sólo me refiero al plano emocional, a esos esposos y novios controladores, también son esclavos de las palomitas azules muchos jefes, colegas, amigos y familiares. Aunque los avances tecnológicos chocarán una y otra vez con las reticencias de cada quien, resulta fatal que su utilización se malverse el detrimento de la esencia humana. Whatsapp ha acortado muchos mundos, pero también ha dado a luz a muchísimos más freaks. Einstein ya lo había vaticinado: “Temo el día es que la tecnología sobrepase nuestra humanidad. El mundo tendrá una generación de idiotas”.