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Una aventura matrimonial

En el camino paran en una gasolinera y, mientras él tanquea, ella decide estirar las piernas y adelanta un trecho a pie.

9 de enero de 2019 Por: Julio César Londoño

En Los amores ridículos, de Milan Kundera, hay un cuento sobre un matrimonio mal avenido, perdón por la redundancia, dos cuarentones que un día resuelven ensayar una terapia conyugal, un viaje corto, pero cometen el inexplicable error de viajar juntos. El diablo sabe cómo hace sus cosas.

El caso es que hacen una pequeña maleta y se van en el carro hacia las montañas. En el camino paran en una gasolinera y, mientras él tanquea, ella decide estirar las piernas y adelanta un trecho a pie. El marido la alcanza. Ella lo ve venir, decide jugar y “echa dedo”. Él se detiene.

¿Hacia dónde va señorita?

A Klausberg, responde ella.

Voy en esa dirección, responde él, suba, por favor.

Cuando reanudan la marcha, él le pregunta el nombre, la profesión, esas cosas, y elogia su vestido con frases precisas.

Ella se sorprende. De cuando acá este simplón sabe de modas, piensa, pero se siente halagada, hace un puchero coquetísimo y agradece el cumplido con palabras corteses.

Parece otra, piensa él, y comenta el paisaje con un tino francamente poético, como si no fuera un vulgar abogado sino una sabia combinación de arquitecto, decorador y peluquero.

Ella se extraña. Así debe ser como seduce a sus zorras, piensa, pero sonríe, cruza las piernas con una clase y una perversidad que le envidiaría la Sharon Stone de Bajos instintos, estira la falda un tris, no mucho, y le pregunta a qué se dedica. Negocios, dice él, nada interesante… no estoy orgullosos de mi trabajo, lo siento.

Más adelante él le dice que conoce un sitio donde pueden descansar un rato. Mejor sigamos, dice ella abandonando el rol por un instante. Estoy cansado… insiste él. Bueno, dice ella, y agrega con sincera seriedad: prométame que se comportará.

Cuando entran al motel, él está muy nervioso. Ella, en cambio, empieza a desvestirse con movimientos demasiado profesionales, algo a mitad de camino entre la precisión de una modelo de alta costura y la sinuosidad de las putas caras. ¿Y esta?, se pregunta él admirado.

Cuando se meten al lecho ella lo coge por su cuenta y le masajea la espalda de manera celeste. O sueca, que llaman. ¿Son sus manos o es el viento?, se pregunta él. Luego él la desviste con una torpeza que la enternece, que le recuerda el morbo de la adolescencia, cuando tenía más terminaciones nerviosas que cabellos y el corazón latía a la intemperie. ¿Y este?, se pregunta ella admirada.

En ese momento él la volteó y la penetró con una rudeza lírica, digámoslo así. Oh, fue lo único que alcanzó a decir ella.

Entonces vino la desgracia. Ella hizo algunos números que nunca habían hecho y en él creció una vieja sospecha. Los malabarismos y la lujuriosa sapiencia que ella estaba derrochando ahora, fueron la chispa que encendió su furia.

¿Dónde aprendiste estas porquerías?, le preguntó de golpe. Brutalmente.

Con un amigo tuyo, mintió ella.

Él se excitó aún más. Puta-puta-puta, le gritó frenético. Fue tal la cabrona fiereza con que la embistió, que la mujer se inspiró e inventó ritmos y posiciones inéditas.

De pronto él se detuvo, la miró con un odio recóndito, la abofeteó y le dijo llorando: siempre supe que eras una zorra.

Se levantó furioso, se vistió, dejó unos billetes sobre la mesa de noche y salió dando un portazo.

La historia, dice Kundera, tiene tres moralejas.

El amor es un juego.

El amor es ridículo.

Los celos son afrodisiacos.


Sigue en Twitter @JulioCLondono