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¿Por qué es negra la noche?

La respuesta a la pregunta del título parece tan obvia que los...

14 de octubre de 2010 Por: Julio César Londoño

La respuesta a la pregunta del título parece tan obvia que los antiguos jamás se la formularon. Apenas ayer, a finales del siglo XVI, a Kepler se le ocurrió preguntarse cómo era posible que la luz de las innumerables estrellas del universo no pudiera borrar ese conito de sombra que llamamos noche, pero murió sin encontrar la respuesta. Hacia 1670 Newton especuló que la luz de las estrellas se diluía en la inmensidad del universo, entonces infinito. En 1820 el astrónomo Heinrich Olbers sugirió que eran las nubes interestelares las que interceptaban la luz de las estrellas y hacían negras las noches. Pero la hipótesis de Olbers dejaba de explicar por qué las nubes no ardían y alumbraban como mil soles. En 1847 un borracho estadounidense escribió un librito titulado ‘Eureka’; contenía una cosmología delirante, pero allí, entre la hojarasca, estaba la respuesta: “Las últimas estrellas están tan lejos que su luz aún no llega hasta nosotros”. Poe comprendió, en las noches de Baltimore y entre los vapores del alcohol, que lo que se ofrecía ante sus ojos era una antiquísima foto del firmamento. El de la noche es uno de los setenta problemas que abordo en ‘¿Por qué es negra la noche?’, una compilación de artículos sobre ciencias y humanidades, dividida en dos partes: la primera está dedicada a la materia más fea y organizada del universo, el cerebro, y se titula Genios e ingenios; la segunda, Dioses, palabras y erotismo, tiene que ver con los fenómenos que escapan al dominio de la razón. El libro ha sido reseñado así por la generosa pluma de Héctor Abad Faciolince: “Este volumen contiene artículos muy delicados sobre los sentidos y el cuerpo, ese fiel compañero del alma; sobre religión, materia que gira en torno a Dios, la primera sustancia o el último fantasma; los inventos, flores rutilantes del cerebro; el lenguaje, software de la especie; el sexo, o el abismo de la razón; las teorías, vastos frescos del pensamiento; y los genios, vocablo que parece un sustantivo preciso pero en realidad es una mera interjección de asombro. ”Como los grandes ensayistas, Julio César Londoño piensa y escribe muy bien. Es riguroso, aplicado y su curiosidad, como la de ciertos sujetos fatalmente anómalos, no conoce límites. Pero además tiene tres cualidades rarísimas: un enorme talento especulativo, una sonrisa inteligente y un sentido moral cuidadosamente retorcido”. Héctor exagera, claro, pero lo que sí es cierto es que el ensayo de divulgación me interesa por dos razones: porque satisface una vieja pulsión de la especie, la curiosidad, y porque nos dota del equipaje intelectual básico para ir por la vida, para conversar, para reflexionar sobre el mundo y los negocios y tomar decisiones inteligentes; el ensayo de divulgación es indispensable si queremos alcanzar la masa crítica necesaria para que los ciudadanos elijamos bien, para que la democracia funcione y deje de ser apenas una bonita palabra. Mientras no conozcamos siquiera la línea gruesa de ciertos temas claves (drogas, transgénicos, tratados de libre comercio, educación, geopolítica, informática, historia reciente, ecología, sexualidad) la ‘opinión pública’ no tendrá peso y las grandes decisiones de la sociedad seguirán tomándose a puerta cerrada, al vaivén de la vanidad del científico, la ambición de los industriales y los caprichos del ajedrez de la política.