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Plegarias de piedra

No voy a dármelas de fino: no he podido con las novelas de Kafka, “el más manso de los hombres”. Con sus ‘cuentos me va mejor, en especial con ‘La construcción de la muralla china’.

15 de marzo de 2017 Por: Julio César Londoño

No voy a dármelas de fino: no he podido con las novelas de Kafka, “el más manso de los hombres”. Con sus ‘cuentos me va mejor, en especial con ‘La construcción de la muralla china’. Los críticos ven aquí una metáfora del poder; o una sonrisa sobre la impotencia del poder; una plegaria o una blasfemia, y mil cosas más. Ningún autor admite tantas interpretaciones como el checo.

Una de las lecturas posibles es que en los labios de Kafka ‘muralla china’ solo significa ‘muralla china’, sin metáforas ni blasfemias. Por qué no. Al fin y al cabo no es frecuente que a un emperador le dé por cercar un imperio, no un solar ni una ciudad, y que su delirio se prolongue por siglos, pueblos, generaciones y dinastías.

Hay un pasaje que demuestra esta tesis. El narrador cuenta que en todos los pueblos de la China los niños construían murallas a escala. Era parte del pénsum de los oficios de las escuelas porque de allí salían los futuros oficiales, ingenieros y maestros de la gran obra nacional. Cuando la murallita estaba lista, “llegaba el maestro, se remangaba, la destruía de un empellón y nos gritaba tales reproches que huíamos llorando a refugiarnos tras nuestros padres”. Imaginar un episodio así, mínimo y pedagógico, solo es posible en una mente preocupada por los detalles de la construcción de una muralla real, de piedra, argamasa y tiempo.

El espacio y el tiempo de esta historia son infinitos. Al mensajero del emperador no le alcanzará su larga vida para salir del palacio, que es un punto en la ciudad, que es un punto del reino. “El cielo mismo apenas lo abarca”. Los abismos de su historia son tan hondos que “dinastías enteras se derrumban y mueren en un solo estertor”. Hay pueblos que celebran la coronación de emperadores que ya son polvo. Si el mensajero lograra atravesar el palacio y saliera al galope a llevarte el mensaje, su carrera se estrellaría en el vacío. “Tú, sin embargo, esperas en la ventana y lo sueñas cuando viene la tarde”.

Hay bibliotecas enteras sobre la audacia de este súbito “tú”. ¿Quién es? ¿Un mandarín, un mendigo que tirita de frío en los confines del imperio, una mujer que no tiene precio, un parroquiano cualquiera que representa a todos los chinos? ¿El lector? Voto por la última opción. Kafka nos habla a todos. Nos conoce a todos.

Como si no le bastara esta fábrica desmesurada, introduce un contrapunto soberbio. La muralla china, sugiere, era los cimientos de una nueva Torre de Babel. Quizá solo una de las zapatas. Y la Torre misma, ¿cómo entenderla? Sin duda no era una empresa descabellada, puesto que puso nervioso a Jehová, que confundió las lenguas y saboteó el proyecto.

Puede entenderse como una blasfemia, un motín, un intento de toma del cielo por los mortales. Pero también podemos invertirlo todo y concebirla como una plegaria, un instrumento para bajar, no para subir. La Torre sería entonces una invitación en clave para que Dios, el Altivo, ¡baje al fin y nos ame, maldita sea!

Umberto Eco señaló un desliz del Espíritu: en Génesis 10, 5 se habla ya de dialectos, lo que haría redundante la invención de las lenguas, que tiene lugar en Génesis 11. Visiblemente molesto con la insolencia del profesor, Jehová lo condenó a una lengua oscura, la semiótica, y le lleno la boca de oro, el estiércol del demonio.

Kafka, cuentan, se escapó del castigo de la irascible deidad del Antiguo Testamento porque nadie, ni siquiera ella, ha podido resolver sus espléndidos laberintos verbales.