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Los amores ridículos

Como todas las historias de amor, esta también terminará mal. Está en...

7 de febrero de 2013 Por: Julio César Londoño

Como todas las historias de amor, esta también terminará mal. Está en Los amores ridículos, de Milán Kundera, y cuenta el caso de un matrimonio mal avenido (perdón por la redundancia) que un día resuelve ensayar una terapia, un paseo corto y romántico. La idea es buena, pero cometen errores inexplicables: viajan juntos, el mismo día y al mismo punto. El diablo sabe cómo hace sus cosas.El caso es que hicieron una pequeña maleta y se fueron en el carro hacia las montañas. En el camino pararon en una gasolinera y, mientras él tanqueaba, ella decidió estirar las piernas y adelantar un trecho caminando. Él la alcanzó. Ella quiso jugar y le “echó dedo”. Él se detuvo. ¿Hacia dónde va, señorita? A Klausberg, responde ella. Voy en esa dirección, dice él, suba, por favor. En el camino él le pregunta el nombre, la profesión… esas cosas, y elogia su vestido con frases precisas. Ella se sorprende. De cuando acá este simplón sabe de modas, se pregunta, pero está íntimamente halagada, hace un puchero coquetísimo y agradece el cumplido con una frase cortés. Parece otra, piensa él, y comenta el paisaje con tino poético. Ella se frunce. Así debe ser como seduce a sus zorras, piensa, pero sonríe, cruza las piernas con una clase y una perversidad que le envidiaría Sharon Stone, se acomoda la falda un tris, no mucho, se suelta el cabello, echa la cabeza hacia atrás, cierra los ojos y le pregunta qué hace los fines de semana.Más adelante él le dice que conoce un sitio donde pueden descansar un rato. Mejor sigamos, dice ella abandonando el rol por un instante. Estoy cansado… insiste él. Ella acepta pero pone una condición: prométame que se comportará. Lo dice con sinceridad. No está jugando. El sexo ya no es una fiesta.Cuando entran al hotel, algo sucede. Él se pone muy nervioso. Ella siente que está con otro, el erotismo que sólo un extraño sabe inspirar, y empieza a desvestirse con arte, algo a mitad de camino entre la precisión de una modelo y la voluptuosidad de una profesional.Cuando se meten al lecho ella lo coge por su cuenta y le hace un masaje sabio y delicado. ¿Son sus manos o es el viento?, se pregunta el hombre, y empieza a desvestirla con un prisa y una torpeza que la enternecen y le recuerdan viejos tiempos, morbos idos, cuando cada poro de su piel era un punto eléctrico y su corazón latía a la intemperie. Un dolor divino la volvió al presente. Él la había volteado y la estaba penetrando con una rudeza lírica, digámoslo así. Oh, fue lo único que alcanzó a decir sofocada sobre las almohadas.Entonces sobrevino la desgracia. Ella hizo algunas maromas que nunca había hecho, y en él creció la sombra de la sospecha. De dónde habrá sacado tanta sapiencia esta mosquita muerta. ¿Dónde aprendiste estas cosas?, le preguntó en medio del jaleo. Con un amigo tuyo, mintió ella, y él sintió en su corazón una mezcla confusa de sentimientos. Puta-puta-puta, le gritó frenético, la embistió con cabrona fiereza y fueron dos animales magníficos. De pronto él se detuvo, se quedó mirándola con ojos maniáticos, la abofeteó y le dijo llorando: siempre supe que eras una zorra.Se levantó furioso, se vistió con brusquedad, como si la ropa tuviera la culpa, dejó unos billetes sobre la mesa de noche y salió dando un portazo.