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El diablo en la botella

En el Siglo XIX vivió en Hawai un marinero. Kewe era bueno...

21 de agosto de 2014 Por: Julio César Londoño

En el Siglo XIX vivió en Hawai un marinero. Kewe era bueno y fue feliz hasta el día que compró la botella. Era barrigona, de color lechoso y algo se movía adentro, como una sombra en un fuego. La botella tenía poderes pero había que venderla, y siempre por una suma inferior al precio de compra porque si uno se quedaba con ella se tostaba en los infiernos. Como era un hombre simple y nervioso, y como la había comprado por 5 dólares, Kewe pidió tres toneles de monedas de oro, la vendió por 4 dólares a Lopaca, un amigo suyo y construyó una casa grande, llena de viento y de luz, en los acantilados de la isla. Meses después Kewe conoció a Kokua —aguda y bella como un pájaro— y la pidió en matrimonio. En vísperas de la boda, Kewe se vió en el abdomen una mancha parecida al liquen que crece sobre las rocas: ¡había contraído el mal de los chinos! Enloquecido, corrió a buscar la botella pero Lopaca ya la había vendido a un señor, y este a otro... Después de recorrer la isla, siguiendo las huellas de la opulencia y las casas grandes, la encontró. El precio había descendido a 5 centavos, una suma suicida, pero la compró, curó su lepra, contrajo matrimonio con Kokua y juntos tocaron el cielo. Un día, una sombra nubló el rostro de Kewe. Kokua pensó que él había dejado de amarla y no volvió a cantar. Entonces él le contó toda la historia. Le dijo que había ofrecido la botella a muchas personas pero nadie quería comprarla por 4 centavos porque entonces debería venderla en 3, y el comprador no encontraría a nadie tan estúpido como para comprarla en 2. Desde ese día la pareja fue tan desdichada como cualquier matrimonio. Una mañana, un hombre tocó la puerta de la casa. Venía por la botella. Kewe, que era un hombre recto, le explicó el enorme riesgo del negocio. El hombre hizo una mueca: “Estoy condenado al infierno. Soy un infame. No tengo nada que perder”, dijo, y entregó 4 centavos. Cerrado el trato, Kewe corrió a contarle a Kokua y celebraron en grande. A media noche, un ruido lo despertó. Era Kokua, llorando en el balcón. A su lado brillaba la siniestra barrigona. Entonces él lo comprendió todo. El “condenado” era un emisario de Kokua. ¡Ese mismo día ella le habría comprado la botella en 3 centavos!Destrozado, salió a caminar, se metió a una taberna y le contó la historia a un borracho. “Por mi culpa, la mujer que amo se condenará –concluyó–. Debo salvarla. Cómpresela, por piedad. Yo se la compraré a usted”. El borracho sonrió: “Usted está loco, amigo. El Diablo sólo está aquí”, dijo poniéndose la mano sobre el corazón. “Está bien. ¿Le haría usted un mandado a un loco por 50 dólares?”, le preguntó Kewe metiéndole unos billetes y dos centavos en el bolsillo de la camisa. “Esto es otra cosa”, dijo el borracho, fue a la casa de Kokua y le compró la botella.De regreso a la taberna, pensó: “Qué tal que sea cierto… ¡A ver, panzuda: dame una botella de ron!”, ordenó, y al momento una botella de ron apareció en sus manos. “¡Es verdad! –exclamó–. Ese hombre está loco si piensa que voy a venderle semejante prodigio por un centavo”.Al alba tomó un barco y huyó. Nunca más se volvió a saber de él ni de la botella. Los talismanes son hijos del miedo o de la ambición. En literatura, las versiones más famosas son La lámpara de Aladino, La piel de zapa de Balzac y ésta, El diablo en la botella, de Stevenson.La lotería, uno de los más antiguos, es un talismán que ha resistido impasible el paso del tiempo, el recelo del escepticismo y la frialdad del cálculo de probabilidades.