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Carroñeros tiernos

Claudia Palacios entrevistó en septiembre a Alejandro Éder, un joven que lleva...

23 de enero de 2014 Por: Julio César Londoño

Claudia Palacios entrevistó en septiembre a Alejandro Éder, un joven que lleva diez años trabajando en programas de reinserción de desmovilizados, dirige actualmente la Agencia Colombiana para la Reintegración y cree (porque lo imposible requiere actos de fe colosales) en los diálogos de la Habana.Paradójicamente, Éder es una persona que tiene mucho que perder si resultara cierto, como dicen algunos distópicos en trance, que el príncipe Juan Manuel Santos es terrorista y que entregará el Estado a las Farc. Es, además, una víctima del conflicto: varios miembros de su familia han sido secuestrados, entre ellos su abuelo, Harold Éder, que murió en cautiverio. «En mis primeras entrevistas con guerrilleros sentí miedo –confiesa Éder en la entrevista–. Esos eran los malos que me habían obligado a salir del país cuando yo tenía siete años. Pero cuando uno se sienta con ellos se encuentra con personas que son colombianos normales, que tienen sus propios gustos, temores y expectativas como todos los demás. Les gustan los mismos equipos de fútbol, se ríen de los mismos chistes, y ahí uno se da cuenta de la complejidad de la tragedia nuestra, pero al mismo tiempo de las posibilidades porque son como nosotros, no son marcianos, son colombianos». Es una observación extraordinaria: el enemigo no es necesariamente un monstruo; puede ser una persona común y corriente puesta en circunstancias monstruosas. Por ejemplo la guerra.Después, Éder pone el dedo en la llaga. «El país anhela la paz pero no sabe qué es la paz ni cuáles son los sacrificios que hay que hacer para alcanzarla. Es algo que yo vivo todos los días. Cuando veo que les cierran las puertas en el trabajo a los desmovilizados, que la gente no quiere que sus hijos jueguen con los hijos de los desmovilizados... Eso no es la paz. Tenemos que entender que la culpa no es de quien empuñó el fusil, sino de toda la sociedad por haber generado las condiciones para que las cosas fueran así. Todos tenemos que poner de nuestra parte».Cuanta bondad y cuánta inteligencia hay en estos razonamientos. Cuántas ganas de entender lo inentendible, la demencia de la guerra. Cuán distinto este joven a esos ‘analistas’ sedientos de sangre que aprovechan cualquier estupidez de las Farc para gritar que hay que patear la mesa de la Habana y sacarles los ojos a los guerrilleros y a sus hijos y a sus nietos. Y la galería ruge como hace medio siglo: ¡exterminemos a esos hijueputas! Circula en la red una carta muy tierna. La dirige la madre de una víctima a la madre de un terrorista. Es una ironía contra los reclamos de los terroristas por sus derechos. «En la próxima visita, cuando tú estés abrazando y besando a tu hijo en la cárcel, yo estaré visitando al mío y depositándole unas flores en su tumba, en el cementerio».Es el lenguaje del amor justificando el odio. Es negarle al enemigo su condición de ser humano. Torturar al terrorista es ponerse por debajo de él. El terrorista es un soldado sin insignias y milita bajo todas las banderas. Solo hay algo más vil, el verdugo. Y pensar que la gran mayoría de estos ‘analistas’ y de estos tiernos carroñeros no tienen tanto que perder en la Habana como Alejandro Éder, ni sus abuelos reposan en los cementerios de las Farc.