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311 muertos

Las muertes violentas de los colombianos deben ser motivo de duelo, respeto e investigaciones. Con mayor razón si los homicidios se incrementan, presentan patrones de sistematicidad y afectan a un gremio específico.

11 de julio de 2018 Por: Julio César Londoño

Las muertes violentas de los colombianos deben ser motivo de duelo, respeto e investigaciones. Con mayor razón si los homicidios se incrementan, presentan patrones de sistematicidad y afectan a un gremio específico. Que los muertos sean guerrilleros, comunistas, sujetos lascivos o personas ligadas al narcotráfico, pueden ser consideraciones importantes para la Fiscalía, pero esgrimirlas para soslayar la tragedia es una vileza. Si las esgrime un funcionario, una torpeza monumental.

Repitamos obviedades: la lascivia no es un crimen y nadie puede ser asesinado por ello. Tampoco es crimen pertenecer a un partido político de izquierda. Los guerrilleros y los paramilitares solo pueden ser dados de baja en combate. El narcotráfico sí es un delito pero sus vendettas no están autorizadas por la Ley. Si alguien asesina guerrilleros, paramilitares o narcotraficantes, la obligación del Estado es hallar al responsable, no desviar la discusión ni mucho menos justificar el crimen pisoteando la memoria del muerto, el dolor de los familiares y las leyes del país.

Y es un deber moral de todas las organizaciones políticas repudiar el genocidio en lugar de estigmatizar las manifestaciones cívicas de rechazo a esta barbarie.

Me refiero, claro, a los asesinatos de líderes sociales. En el periodo junio 2016 - junio 2018, ocurrieron 311 asesinatos. Más de 80 solo en lo que va de este año, lo que significa un incremento del 60% en la macabra tasa semestral.

Los líderes sociales, para seguir con las obviedades, son personas, seres humanos, pero además tienen un valor incalculable porque son los que luchan por los derechos de grupos olvidados, generalmente en zonas marginadas y muy vulnerables; son pieza angular del posconflicto, el puente entre el Gobierno y las organizaciones de intervención social, y son los que denuncian actos de violencia y atentados contra los ecosistemas, delitos que, sin ellos, serían ignorados por las autoridades y la opinión pública.

Me refiero, claro, a las declaraciones del Ministro de Defensa, quien dijo que el homicidio de Ana María Cortés en el municipio de Cáceres, Antioquia, podía estar relacionado con ajustes de cuentas del narcotráfico, ya que pertenecía, presuntamente, al Clan del Golfo. Hay que ser un estúpido muy esmerado para tratar de minimizar 311 homicidios con el pintoresco móvil de “líos de faldas”, y muy mezquino para ultrajar la memoria de una víctima con un cobarde “presuntamente”. Y muy falaz: el subcomandante de la Policía de Antioquia, Carlos Julio Cabrera, negó que hubiera investigaciones en curso contra Ana María Cortés (revista Semana, pág. 19 de la edición que está circulando).

(¿Qué le pasa en Colombia a un funcionario cruel, mezquino y mentiroso? Pasa de la embajada en Washington al Ministerio de Defensa).

Me refiero, claro, a la responsabilidad en este genocidio de prohombres como Álvaro Uribe, quien lleva varios lustros sosteniendo en foros dentro y fuera del país que los líderes sociales y los defensores de derechos humanos son terroristas (“traficantes de derechos humanos”, los llama) y que las ONG son organizaciones comunistas.

Parar esta ola de homicidios no será fácil. Pero censuras enérgicas, conjuntas y continuadas de estos crímenes por parte del Presidente electo, de Uribe, de los líderes del sector público y de los más altos funcionarios del Estado, ayudarían mucho. Les enviarían un mensaje claro a los asesinos y podría ser el comienzo de la solución del problema y de la reconciliación de los colombianos.

Sigue en Twitter @JulioCLondono