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Soñando con la vampira

Nunca he contado cómo nació en mí esa palidez cuasicadavérica que tan...

6 de mayo de 2014 Por: Jotamario Arbeláez

Nunca he contado cómo nació en mí esa palidez cuasicadavérica que tan buen recibo tuvo en mi adolescencia existencialista de buzo negro en juego con las ojeras que no lograba ocultar con mis Rayban. Se me notaba también tembleque a la hora de firmar con el Parker de mi papá algún autógrafo solicitado por cualquier despistado estudiante que querría seguirme los pasos. Es cierto que por entonces era poco lo que comía, y si algo aceptaba de la cocina familiar cuando iba de visita advertía: “Nada que me nutra”, cosa que mi madre cumplía con desagrado diciéndome: “Pero si estás pálido mortal, hijo mío”. Las horas de sueño eran prácticamente nulas pues las empleaba en desentrañar El Ser y la Nada y Los caminos de la libertad, esos tomos de Sartre que me tenían seco el cerebro. La exposición al sol era inexistente, pues iba saliendo a las calles cuando comenzaba a soplar la brisa levantafaldas proveniente del mar Pacífico, llevando anudada a la garganta, con ese calor de Cali, una bufanda negra de seda. Las malas lenguas paliqueaban que todo obedecería a la práctica obsesa del viejo vicio solitario y al consumo reiterado de la mafafa, pero pamplinas. Nunca tuve buena mano para la masturbación pues tenía la palma llena de pelos. Y de cannabis apenas si consumía por prescripción médica una dosis mínima, a fin de controlar los excesos de la memoria. Fue por la época en que terminé con la modelo de Bellas Artes que me había sacado de casa y me encontré en el Bar Picapiedra -donde ‘El Grillo’, que me admiraba, no me cobraba por la cervecería consumida-, a una joven de unos 25 años de rostro angeloinfernal que bailaba salsa como una tromba con su generoso trasero, con la notoria característica de que no tenía en la cabeza ni un solo pelo, casi que tenía el cuero cabelludo lustrado, mientras a mí me rodaba por los hombros la pelamenta. A ella le compuse, basado en lo que nos gritaba la gente por la Avenida Colombia camino del hospedaje, la canción Cuál de los dos es la mujer que me interpretó Eliana la de Elkin Mesa. Cada vez que me clavaba la mirada sentía que me quemaba, lo que me convenía porque ya comenzaba a sentirme aterido. Una vez en el sitio de los acontecimientos recuerdo que me dijo, al verme dispuesto a despojarla de sus botas de callejera, que iba a enseñarme lo que era el verdadero amor pasional, del que nunca me olvidaría porque llevaría siempre la marca. Procede según te lo dicte tu conocimiento venéreo, le dije siguiendo el corte de la novela gótica que leía. Mira, me confesó, pertenezco a la Orden de los Amantes Upirólogos, y te voy a compartir mi suerte. “Acuéstate, hazte el dormido y préstame la garganta”. Miré su dentadura y los caninos eran normales. Se apresuró a explicarme: “No temas que no voy a clavarte los colmillos, como nunca lo hizo ni siquiera el viejo Vlad Draculea, el empalador vengativo. El método consiste en chupar la garganta, precisamente por donde pasa la yugular, hasta extraer la esencia de la sangre, que es lo que acrece nuestra fuerza y nuestro poder”. Mientras ella se aplicaba a la succión continuada yo iba recordando los versos de Maiacovsky que me han servido para conquistar tanta incauta: “Nena, no temas / que por mi cuello de toro / hayan pasado mujeres húmedas de viento sudoroso…”. El hecho es que sentí que quedaba seco, que mi cuerpo era un cañamazo de donde se erguía mi alma oscuramente divinizada. Y en los ojos de ella pude ver el Aleph, y en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph. En ese éxtasis, repetí ese verso de alguna nebulosa cultura antigua: “Bebe mi sangre, amor, hazme feliz”. En la mañana me miré en el espejo y no vi mi rostro pero sí un enorme hematoma negro en forma de boca en el lugar del cuello. Desde entonces comencé a perder el pelo. No sé a cuántas persones he contagiado. ¡Ay, Carmilla!

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