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¡Se acabó la Navidad!

El canto de los villancicos era interpretado por todos los hermanos y primos y vecinillos en una apoteosis de la inarmonía

26 de diciembre de 2022 Por: Vicky Perea García

En la primera página de Aden Arabia, apuntó Paul Nizan:“Yo tenía 20 años. No permitiré que nadie diga que es la edad más hermosa de la vida”. Hasta los 14 años yo también consideré que la Navidad era la época más feliz del año. Las estrecheces monetarias se veían compensadas con el par de zapatos y la camisa de rombos que uno siempre le envidió a la vitrina, más la pistola de totes con que comenzamos a acariciar la posibilidad de asustar al vecino rico. Sobre la inmensa mesa de sastrería habilitábamos el lugar donde habría de celebrarse el sagrado misterio de la natividad sobre la tierra.

La sonrisa de los padres a la sombra del pesebre y del árbol forrado de algodón de hombreras de saco iluminaba la escena, más allá de la consideración de que había que ahorrar para su dentista. Para conseguir el musgo nos perdíamos mis hermanos y yo por las montañas con un canasto, y de orillas del río Cali traíamos también en un tarro pececillos de colores para echar en la ponchera con que simularíamos el Tiberíades.

Con retazos sobrantes de los vestidos que confeccionaba, hacía mi padre ruanas para los pastores y capas para los magos de Oriente. Para el árbol de Navidad, nos encaramábamos a lo alto de un pino y le cortábamos la punta, con la cual salíamos a perdernos antes de que nos cazaran los vigilantes de la propiedad privada. Lo vestíamos lo mejor que podíamos.
El árbol de Navidad ya de por sí era el regalo para todos los de la casa.

Los pastores, ovejas y demás mansas bestias las hacíamos de plastilina, cartón o corcho, en derroche imaginativo ya que no teníamos nada más para derrochar. Todos los días movíamos, a la par con los magos, los pastores y los rebaños para darnos la sensación de que era un pesebre viviente. Las casas eran edificios que construíamos con las cajas de zapatos de algún regalo, y en las ventanas pintábamos gentes en trance de fiestas inverosímiles. Nuestros corazones palpitaban de gozo al acercarnos para rezar la novena, mientras la abuela quemaba papeletas y tronantes que a veces le explotaban en las manos sin ningún daño lamentable.

El canto de los villancicos era interpretado por todos los hermanos y primos y vecinillos en una apoteosis de la inarmonía, pero uno se consolaba con la mirada cuajada de ternura de los mayores, como si nos estuvieran escriturando el mejor de los mundos posibles. A los chicos nos mandaban a acostar antes de las 12, para que no viéramos la figura modesta del Niño Dios portando nuestros magros regalos, o para poder ellos regalarse con su buena cantidad de licor adulterado recordando navidades pasadas cuando todavía estaban vivos los muertos, o previendo navidades futuras donde ellos ya no estarían.

Pero la pascua navideña comenzó a perder todo su prestigio con la entronización del ateísmo en el corazón, que nos inculcara el marxismo precoz, con la denuncia de que pesebre y árbol eran atentados contra la naturaleza como nos enseñaran los ecólogos en ascenso y el descubrimiento de que el Niño Dios eran los papás, como nos informó un vecinito; todo esto añadido a la lata de la celebración en familia, donde no faltaron el padrino borracho y el vecino politiquero.

De los rituales cristianos preferí siempre la Semana Santa, cuando el hombre Cristo comienza a padecer en carne propia los sufrimientos que le iba a dejar por herencia a Colombia, patria del Inri, de la flagelación y de la corona de espinas, donde una guerrilla reinante fue capaz de acabar a través del reclutamiento forzado con más niños que el rey Herodes.

Por eso en muchas casas como la mía se comenzaba a escuchar, a partir de las primeras horas del 25, desarmando el pesebre, sin atender a nuestras súplicas de que esperáramos hasta el 6 de enero para ver si los reyes magos nos traían algún pequeño regalo complementario, la famosa frase española que no sé por qué no figura en un villancico: “A la mierda los pastores, se acabó la Navidad”.

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