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Publicistas diplomados

Un día de hace 20 años, sigo con mis evocaciones, la Universidad Santiago de Cali, en el muy bien remodelado Teatro Jorge Isaacs, concedió a Hernán Nicholls Santacoloma, a Leonardo Peña Caderón y a este flamante poeta...

15 de abril de 2019 Por: Jotamario Arbeláez

Un día de hace 20 años, sigo con mis evocaciones, la Universidad Santiago de Cali, en el muy bien remodelado Teatro Jorge Isaacs, concedió a Hernán Nicholls Santacoloma, a Leonardo Peña Caderón y a este flamante poeta del barrio Obrero el grado de profesionales honoris causa en esa actividad de países libres cual es la publicidad. Los tres nuevos doctores, luego de los agradecimientos de rigor a las directivas por honores tan merecidos pero así fuera tarde reconocidos, nos fuimos a celebrar esta vida y la otra en esos antros de perdición que tantos años atrás nos fueran caro refugio, como eran las cafeterías de las librerías Nacional, donde perdimos el seso por los libros de literatura y publicidad, de Joyce -que en su Ulises narra 24 horas en la vida de un publicista-, y Fernando del Paso -que en Palinuro de México recrea satíricamente esta actividad-, a Ogilvy y Salas Subirat, el publicista argentino que primero tradujo a Joyce. Allí retomamos a todos esos escritores nacionales que coquetearon con la publicidad, de pasada fugaz o de largo asiento, empezando por García Márquez, autor del eslogan: ‘Yo, sin Kleenex, no puedo vivir’ que dio tantas ganas de llorar que agotó el producto. Hablamos admirados de los textos comerciales creados por Álvaro Mutis, Álvaro Cepeda Samudio, Fernando Soto Aparicio, Nelson Osorio Marín, Santiago García, Pablus Gallinazo, que con el cruel aforismo de ‘El destino de toda mujer es la vejez’, agotó las existencias de una conocida marca de crema contra las arrugas.

Evocamos su agencia, desde el momento de su fundación jubilosa en 1966, cuando esa ‘capital de la alegría’ era un hervidero de la cultura a go-gó y comenzaba a prepararse la salsa. Fanny Mikey hacía su famoso Festival de Arte, se crecía La Tertulia, los nadaístas imponíamos nuestro Festival de Vanguardia, despuntaba en Bellas Artes el TEC, ese teatro de Enrique Buenaventura que triunfara en París, se movía con Octavio Marulanda el Instituto Popular de Cultura, saltaban Gloria Castro y Larissa Sanclemente en el ballet de Brinnatti, llegaba Pedro Alcántara a sumarse a los pintores Lucy y Hernando Tejada, Jan Bartelsman, María Thereza Negreiros, Ernesto Buzzi, les comenzaba a sombrear el bigote a los integrantes de Caliwood. En la Nacional, donde el visionario don Jesús Ordóñez me había puesto Galería de Arte en el sótano, se daban cita Pardo Llada, Jaime Vásquez, Alegre Levy, Humberto Valverde, Óscar Collazos, Marco Fidel Chávez, el nadaísta de Cartago, Armando Holguín, el ‘negro’ Esteban Cabezas, más la burguesía progresista y letrada capturada por nuestro ingenio.

La agencia Nicholls Publicidad era el empalme del talento creativo y las bellas artes y letras. A su staff me sumé emocionado y seducido por las camisas moradas del director, de quien todo lo que hablaba se percibía como un texto taoísta de un publicista chino. Entre los compañeros creativos recuerdo ver en su puesto a Carlos Duque, director creativo que se estrenaba como el súper fotógrafo que llegó a ser, al igual que el gran Fernell Franco, en la mesa de ilustración y diseño Antonio Azcona y Diego Pombo que después serían fabulosos pintores, en la mesa de copies tartamudeaba el elocuente Andrés Caicedo vivando la música, y el joven Eduardo Romero comenzaba a manejar a los clientes con su capote.

Creo que me contrató por su amistad con Gonzalo Arango, el profeta que me sacó de la nada para la literatura. Pero Hernán Nicholls, el otro profeta, ya que compartían los honores del alias, sin sacarme de la literatura me integró a la publicidad, permitiéndome para siempre financiar la bohemia a punta de eslóganes, más fáciles que un verso de construir, pero por los que me pagaban fortunas mientras que los versitos no pasaban de los estuches de afeites de mis amadas.

Terminamos los recién graduados en algún centro de cultura física, de esos donde se ferian el alcohol y el abrazo descomplicado, y regresamos a casa cada uno con el diploma del otro, por lo cual nunca pudimos ejercer el doctorado con el cartón enmarcado. Ni subir un punto nuestras tarifas.

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