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Los canastos de Granada

Aunque parece que fue ayer, hace 50 jocundos años los quinceañeros caleños...

28 de julio de 2015 Por: Jotamario Arbeláez

Aunque parece que fue ayer, hace 50 jocundos años los quinceañeros caleños teníamos una opción para salir del achante que nos procuraba la irrefrenable arrechera. Ir a ‘canastear’ al barrio Granada, que por ser de gente de pasta tenía en cada mansión una doméstica núbil y parlantinosa sonsacada de algún villorrio, por ejemplo de Coconuco. Solían ellas, con la anuencia de sus patronas que a la caída de la tarde se tomaban sus copetines, callejear por el barrio de zonas verdes a la espera del asedio de jóvenes reclutas del vecino Batallón Pichincha, igualmente rijosos y palabrosos.Llevaba uno las de ganar aunque cayera de segundas, por cuanto era más pinta y de mejor percha, y por lo general con billos que le habría bajado al papá. Los reclutas lo que buscaban eran tumbarles el sueldo en los arrecuches. Uno esperaba el beso de retiro del uniformado de dril armada a su reciente levante emperifollada de coleta margarita, y le caía con el swing de invitarla a cine al Bolívar -sabiendo que no tendría disponibilidad de tiempo, tal vez el sábado-, o a mecatear mogollas en la panadería de a la vuelta del río. A la ida o a la venida, contra de los palos de camia, se podía apercollarlas, y haciendo caso omiso del paso de los carros escasos, levantarles las faldas de rapidez y papeárselas de lo lindo. A eso iba siempre con Víctor Mario, quien por ser el mejor armado, a pesar de lo paturro, comandaba la barra de los encanastadores. Todo iba muy bien porque nos repartíamos el territorio –cada uno dos manzanas a la redonda–, pero sucedió la calamidad de que el par de alzafuelles amangualados nos enamoriscamos a la vez de Regina, una pastusa de lo más legal que a ninguno de los dos nos dio jamás ni la hora, pero en cambio si nos envolvió en una rivalidad imparable que culminaba casi todos los días a coñazo limpio al salir de clases.Nos limpiábamos la sangre de nuestros labios hendidos e íbamos a buscarla cada cual por su bocacalle. La encontrábamos en una banca de la avenida del río, con su flamante cabo segundo, quien la mantenía engatillada y echándole caramelo. Luego de videarla por lo menos la hora de su asueto en su refocile -cada uno a no más de diez yardas en dirección opuesta mientras ellos ni se inmutaban-, nos echábamos los brazos como heridos de guerra y nos retirábamos del campo a desahogar nuestra murria, en medio de maldiciones a las guarichas retrecheras y a los aguacates con parque.Él se sumió en la aviación comercial y yo en la desconsiderada literatura. Lo volví a encontrar hace un par de días -pensionados del aire y de la palabra y convertidos ambos en unos cachacos filipichines y carantoñosos-, y cuando enfrentamos el tenor de la percanta, desembuchó que aun la traía clavada. Que se había casado y separado tres veces porque nunca se había avenido a llamar a ninguna de sus consortes con un nombre diferente de Regina. Yo en cambio la he olvidado por completo, con su balaca azul y su diente de oro, le mentí.No podía soportar que pasado medio siglo se siguiera interponiendo con su quimera entre quien me robó la capacidad de amor y la imagen que de ella guardo. Fuimos a tomar un pernod en un cabaret francés. Debes olvidarla porque ella es mía, le mentí más. Hace cuarenta años volví a encontrarla y desde entonces estamos viviendo un flirt. Sacó la mano y me dejó un ojo negro, pagó la cuenta y se fue mascullando: Nunca pensé que fueras a convertirte en faltón.Acudiendo a palabras recientemente aceptadas por la academia, pergeño esta historia sólo para que, si aun vive Regina -con quien sea menos con el cabo segundo-, sepa que un par de bacanes en manguala por lo imposible, a través de la vida la siguen amando y se siguen contramatando por ella.Y que perdone el haberla considerado ’canasto’.

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