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La verruga

En un tiempo estuve dedicado de lleno a la hechicería, a la...

13 de diciembre de 2011 Por: Jotamario Arbeláez

En un tiempo estuve dedicado de lleno a la hechicería, a la nigromancia, al ocultismo y la magia negra. Había leído deslumbrado las ‘Clavículas de Salomón’ y las ‘Centurias de Nostradamus’. Me hice amigo de un cura de Santa Rosa que en sus ratos libres se entretenía practicando las artes maléficas y las aplicaba conmigo para hacer efectivas mis conquistas de vírgenes necias, untándome todo el cuerpo con una solución de elementos viscosos, de los cuales sólo recuerdo engrudo de cardamomo, acónito, ruda y eneldo, enjundia de gallina y baba de perro negro. Estudiaba por entonces el cuarto de bachillerato en Santa Librada, donde a todos maravillaba por mis facultades extrasensoriales producto del acceso al conocimiento secreto. Sabía, por ejemplo, lo que me iba a contestar cada persona a cualquiera de mis preguntas, y si quería que me diera otra respuesta cambiaba el énfasis y tal cual término. Igualmente para las argumentaciones más difíciles tenía un recurso que consistía en el retorcimiento del argumento, lo que dejaba sin juego al opositor. Nunca perdía una partida de ajedrez jugándola con una sola mano y nadie me ganaba haciendo carambolas de retro. Con X grado de concentración óptica podía ver la ropa interior de la chica que tenía enfrente, otra de mis gabelas solicitadas. Al principio era una delicia, pero se me fue volviendo un tormento. Muchas ni siquiera usaban calzones. Dejé de ir a la casa para no enfrentarme a mi mamá y mis hermanas.Un día me apareció, a la altura de la segunda falange del dedo índice de la mano derecha, una pequeña verruga que fue creciendo hasta alcanzar el diámetro de la cabeza de una tachuela, y no pude hacerla desaparecer ni restregándola con piedra pómez ni calcinándola con nitrato de plata. Supuse que podría ser obra de un endiablado minúsculo que se moría de la envidia por mis poderes. Entonces acudí a mi libro de Opalski el Mago, que compré en la plaza de Santa Rosa en una edición rústica española, a la que le puse toda la fe que había perdido para cosas más venerables. Allí encontré el secreto infalible para desaparecer las verrugas, remitido al Papiro de Ebers: se tomaban tres pequeñas piedras de río que se agitaban como dados, se iba hasta un sitio por donde no se volvería a pasar en la vida y se arrojaban con toda la fuerza, mientras se pronunciaban las palabra mágicas “Hac pak”, que también protegían de las mordeduras de perro. El lugar elegido fue una casa lujosa al pie del río Pance, rodeada de hongos, donde nunca tendría chance de entrar. Para mayor seguridad, al otro día viajé a instalarme en Bogotá. El mismo día que en el bus de la flota Magdalena descubrí que la verruga había desaparecido.  Pasaron 40 años y mis dedos capitalinos hicieron todo lo que tenían que hacer sin el fastidio de la verruga. Hasta que fui invitado con toda pompa a mi ciudad natal a leer mis poemas en un festival de cultura. Asistí con todo el entusiasmo de mis años de nigromante. Con la diferencia de que hace tiempos corté con las prácticas hechiceras y antes bien me he entregado a un misticismo galopante con referencias al erotismo tántrico que ha sido del mejor recibo entre damas de cierta alcurnia.Después del recital me encontré debatiendo con una de ellas acerca del fin del mundo anunciado por el calendario maya y le dije que estaba seguro de que de ésta no pasábamos. Que lo mejor que podíamos hacer era lo que sabemos, ante un mundo que daba todas trazas de terminar hecho trizas. Parece que estuvo de acuerdo porque me invitó a que la acompañara a su casa. Llegamos en un volar a su residencia de Pance. Qué casona, Dios mío, y qué mujerona. Me hizo ver el fin del mundo por anticipado. En el antejardín creí distinguir tres piedritas redondas, recubiertas de lama verde. Extrañé los hongos sagrados. Y en el avión de regreso a Bogotá descubrí con pánico que me había vuelto a aparecer la verruga.

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