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La trompada inexplicable

Cuando leímos ‘La ciudad y los perros’, esa novela que narra la...

19 de octubre de 2010 Por: Jotamario Arbeláez

Cuando leímos ‘La ciudad y los perros’, esa novela que narra la vida de los adolescentes peruanos en el Colegio Militar Leoncio Prado, supimos que el precoz autor iba a llegar muy lejos. Cuando repasamos ‘Historia de un deicidio’, el trascendental mamotreto de reimpresión prohibida acerca de la obra de García Márquez, supimos que el joven había decidido –y con harto juicio– deificar a nuestro fabulador macondiano, haciendo gala de auténtica veneración. Cuando nos sumergimos en ‘La guerra del fin del mundo’, intuimos que habíamos tenido razón en nuestra corazonada. Era una obra suprema, a nuestro entender, antes de descubrir que existían ‘Los sertones de Euclides da Cunha’ y el ‘Gran Sertón Veredas de Guimaraes Rosa’. No volvimos a leer al pujante Mario Vargas Llosa. Su rechinante rechazo a la revolución cubana y el desmonte de la ‘chiva’ de la historia para subir con Montaner y Plinio en el pullman del neoliberalismo, nos hicieron dudar de la sinceridad de su anterior posición de avanzada. En una crisis de hace 40 años, cuando el caso del poeta Heberto Padilla (al que salvó Gabo), Marito anunció su retiro arrastrando al Boom, fenómeno literario de moda, de la solidaridad con la isla del caimán barbudo que prácticamente los había prefabricado, quedando sólo Gabo colgado de las barbas de brocha del líder contra el imperio. En 1977 el exitoso y bien plantado arequipeño, futuro candidato a la presidencia del Perú, hizo desde Europa un viaje a su patria a cumplir algún compromiso, al que le mezcló un plan galante. Al enterarse del marital desaguisado, la muy aristócrata Patricia Llosa de Vargas acudió al pundonoroso Gabo a ponerle la queja. Las versiones vacilan. Escritores y editores cercanos a los dos rivales callan, o adelantan piadosas interpretaciones. Que él le aconsejó que se hiciera la desentendida. Que le planteara el divorcio. Que aprovechó para arrastrarle el ala. El caso es que una tarde, en México, en la ceremonia de apertura de un Festival de cine, con un retraso deliberado llegó Vargas Llosa con su musa reconciliada y, cuando nuestro futuro Nóbel le abrió los brazos, le descargó una fenomenal trompada que le hizo caer sobre la alfombra roja. Se supuso de inmediato que era el cobro de una deuda de honor, a pesar de que Mercedes Barcha saltó a recriminarle a la Llosa que su marido no tenía necesidad de acudir a ñapangas, cuando podía acceder a las mujeres más bellas del mundo. A diferencia de los prosistas colombianos, que con deshonrosas excepciones corren detrás de Vargas Llosa agitándole incienso cuando éste pisa nuestro país, los nadaístas, por lo menos el que esto firma, permanecemos fieles a Gabo. Tanto que hasta que no rompa él con Fidel no romperemos nosotros, a pesar de que ya lo hayan hecho mamertos tan bravos como Saramago y Galeano y Tabuchi... Volveremos a leer al peruano ahora dignamente consagrado por Estocolmo empatando a Gabo. Lo que sí le agradeceríamos al autor de ‘La fiesta del chivo’, para acabar de una vez con el chinchorreo, es que nos diga por qué se comportó como un perro, de los del Leoncio Prado, con el Amadís de América. ¿Qué tanto creyó de las imprudentes consejas de su querida, que lo reaventó al deicidio? ¿Será que el mamporro se debió, más que a los celos improbables, al presentimiento de que el macondiano habría de madrugarle a Estocolmo, o a que mantuviera su indeclinable apoyo hacia Fidel Castro? El único que nos podría sacar de dudas es el propio ‘escribidor’ de la tía Julia, ya que Gabo anunció que no concluirá sus memorias.

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