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La muerte y San Nicolás

No es que la muerte venga por uno, sino que uno se...

23 de septiembre de 2014 Por: Jotamario Arbeláez

No es que la muerte venga por uno, sino que uno se va con ella. Es, más que un rapto, una entrega. En ese sentido, casi todos morimos de suicidio, por involuntario que sea. El enfermo se deja ir, el muy viejo alcanza el paradero, timbra y se baja. El asesinado no tiene nada qué hacer. Sólo en los accidentes ocurre el hecho fortuito, lo súbito inesperado, pero cuántos accidentes no son preparados por uno mismo, al conducir pasado de copas, al escampar de una tempestad bajo un árbol, al pasar por debajo de una escalera. En mi niñez la vi acercarse de frente, cuando acostumbraba, para ir al centro desde el parque de San Nicolás, por la carrera sexta enfrente del salón social Moroco, lateral del teatro, agarrarme con las dos manos del borde de una de las ventanillas del bus. Era un paseo por demás venteado y reconfortante, una muestra de valentía ante los condiscípulos, uno bien agarrado del filo del vidrio bajado de la ventanilla, con las piernas flexionadas en L para mayor equilibrio, los cuadernos bajo la pretina sobre el estómago. En una de esas ocasiones me vi cadáver, cuando el chofer del bus resultó un atarbán que, al mirar mi peripecia por el retrovisor, de la pura piedra homicida aceleró la marcha a 80 y enfiló la carrocería hacia el borde del andén de la izquierda, donde a 20 metros estaba apostado un poste de luz. Fue la primera vez que me encomendé al Señor de los cielos y de la tierra a través de San Nicolás, quien me recomendó estirar las piernas verticalmente, hacerme lo más flaco posible contra el flanco del bus, y en vez de exclamar ¡mierda! decir ¡bendito! al pasar rozando el poste nefando. Milagrosamente algún ángel tocó el timbre con insistencia y el conductor aprovechó para parar de un frenazo en el mismo momento en que me soltaba del borde la ventanilla y caía de pie, impertérrito. Ni qué decir que estallaron en aplausos los pasajeros que habían sido testigos de la fuerza de mis garfios manuales y del manejo del cuerpo frente al aleve intento de asesinato. Me devolví corriendo a la iglesia, más pálido que el cirio que alumbraba a San Roque, y pedí confesión con el párroco Lamberto Muermann, un cura belga parecido a Kirk Douglas, a quien le espeté todos mis pecados comenzando por no creer en Dios ni en su Santo Nombre, pero aclarándole que a partir de ese milagro salvador aceptaba su permanencia en mi corazón. El padre me dijo que ese gesto del Señor era el signo de que me llevaría por la vida libre de todo mal y peligro, a salvo de la muerte y sus acechanzas e, incluso, así pareciera absurdo, daba trazas de que iba a ser inmortal. Para celebrar ese acontecimiento insólito, me invitó a una copa de vino sin consagrar, al que quedé adicto.Es por eso que desde entonces no le corro a nada, e incluso he llegado a practicar la ruleta rusa sin nada qué lamentar. Me considero lo que se llama un ‘rezao’. Lo único que me da miedo ahora es incursionar por el barrio de San Nicolás, ni siquiera para llevarle al santo su limosnita. Mis familiares me lo impiden alegando inseguridad. Pero insegura es toda ciudad, todo país, todo el mundo. Si uno camina lleno de fe y de confianza en sí mismo y en la mano de Dios, no le debe temer ni a Mandrake ni a Mancuso. Hay que exorcizar del barrio ese sambenito. Bendito sea por siempre el barrio de mi nacimiento, la iglesia de San Nicolás donde la mano poderosa tomó la mía, el teatro San Nicolás donde conocí a María Félix, el parque de San Nicolás donde conseguí la primera novia un domingo y la estatua de San Nicolás que vi descender desde un helicóptero. Y hasta los seis relojes alemanes de la torre de la iglesia, que desde el 7 de agosto de 1956 se quedaron parados en la una de la mañana.

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