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La máquina de coser (2)

Coincidió que el escritor de quien me pegué para chuparle rueda en...

3 de julio de 2012 Por: Jotamario Arbeláez

Coincidió que el escritor de quien me pegué para chuparle rueda en la narración de sus eróticos infortunios, tan parecidos a los míos cuando creciera, era el hijo de un sastre de Brooklyn que había escrito, además de Trópico de Cáncer y de Capricornio, Primavera negra, donde el capítulo cumbre es La sastrería y cuyo lema, “Siempre alegre y despierto”, he asumido para mi divagar por entre las oscuras nubes del mundo. Del dolor sublimado por los deslices de un inapagable amor que le dio en el coco surgió su gran literatura de fuego lento. Cuando él se volvió famoso al vencer la censura sobre sus obras, ella ingresó a un asilo de dementes donde nunca se dignó visitarla.Otro autor que me apasionó y que también de sastre resultó hijo fue Bruno Schultz, el de Las tiendas de color canela y El sanatorio de la clepsidra. La novela Mesías, en la que trabajaba, fue destruida por los alemanes. Escapa a la persecución merced a la protección del oficial de la SS Feliks Landau, encantado con sus pinturas. Cuando estaba a punto de escapar de Polonia Karl Günter lo acribilla en la calle de un tiro en la nuca. Shultz es el cantor de “la justa y piadosa alegría”. No puedo dejar de hablar de Sartor Resartus, el sastre remendado, de Carlyle, del que Borges impugna no saber de un libro más árido y volcánico, más trabajado por la desolación. Y está el impecable Gay Talese, triunfador absoluto con una obra sustentada en el porte y comporte de las altas mafias y que parece confeccionada en El corte inglés, así como él ha ganado el título de ser el escritor mejor vestido del mundo, a diferencia de X-504 que escribe en bola.Pero más aún, la máquina de coser es personaje fundamental de un genial mamotreto a medias inédito, la extraña y extraordinaria novela de Pablus Gallinazo, –o novelo, como él la llama– La bella Marangola, una elegía de mil y una páginas donde pasa de todo lo que ha pasado en la historia, trastocando los tiempos y los tejidos, dedicada a su madre modista, y en El tiempo entre costuras de la española María Dueñas, una novela de amor sucedida entre la guerra civil española y la europea, donde los talleres de alta costura forman parte de la intriga internacional y Coser y cantar, de la californiana Whitney Otto, donde ocho mujeres que esperan el regreso de sus esposos de la guerra tejen sus memorias sobre una tela. Ha sido mi proyecto de vida escribir La casa de las agujas, y para ello dispuse de la máquina de coser de papá que está a la entrada de mi departamento en forma de altar, con todos los fetiches espirituales que he conseguido en viajes y sueños. Como esa rosa inapagable que apareció en mis manos a mi regreso de Oniris, como la imagen de Nicolás de Tolentino consolando a las ánimas sepultas entre las llamas, y como el huevo filosofal que me donara un alquimista desilusionado.Y frente a mi escritorio tengo un cuadro de una máquina de coser importada del reino de la ficción científica por el pintor de Suasa-Friburgo, Filomeno Hernández, de esos genios con quienes uno tiene el privilegio de topar, cuya estética hacer derivar estos objetos en moles deslumbrantes con oníricos referentes sexo-industriales, con colores que parecen extraídos de la música de Gerswin. Y tengo también una de esas imágenes fantasmales presididas por la máquina cosedora que utilizaba la madre del pintor Jorge Torres para mantener la familia unida en virtud del arte de sus costuras. Es el recurso del pintor para mantener a la vieja pegada de los pedales, o dando vueltas por la casa de la existencia merced a su memorabilia. Tengo el ámbito propicio para preparar la trascendencia de mi casa, de mi familia, de mi ciudad y mi época, en la dedicación absoluta a la costura de las palabras. Dios permita que me dure el aliento.

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