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La carta del sastre

Después de que se consumó la ruina de la casa de las...

6 de julio de 2010 Por: Jotamario Arbeláez

Después de que se consumó la ruina de la casa de las agujas y del punzante cáncer en el estómago que mi padre incubó durante toda la vida y que al ser descubierto hizo rápida metástasis llevándoselo en pocas semanas, decidí abandonar Cali, lié mis bártulos y salí para Bogotá. No me iba a aguantar el entusiasmo deportivo de mis paisanos ni el estrépito de los caterpilar en los preparativos de los Juegos Panamericanos, que durarían todo un año y convertirían en metrópoli la aldea de mi natalicio. La sorpresa fue encontrar después del entierro, en medio del trasteo a la nueva casa de San Fernando, dentro del libro de cabecera de mi mesa de noche, por entonces la Carta al padre, del Kafka de mis pesares, una misiva escrita con la letra tembleque de papá, que más que una despedida era una entrada al mundo que me dejaba su tibia partida. “Ahora todo queda para ti solo -comenzaba, y seguía- así no puedas apoyarte más que en la poca educación que adquiriste en el colegio en donde no te graduaste. Pero tranquilo, jovencito. El mundo no se conquista solamente con la profesión adquirida en una universidad, que a lo mejor no habría podido pagarte, y por eso tu fracaso bachilleril para mí fue un respiro. Y más cuando supe que escogiste la actividad menos gananciosa, la poesía, y peor aún, de la mano de ese líder de la nada que espantaba a la sociedad, ese Jesucristo al revés, porque hasta gracia me hacía su ateísmo.Amparado por ese discípulo del Indio Uribe, también de Andes, yo pensaba que devendrías en un Voltaire, en un Víctor Hugo, en un León Bloy y hasta en un Emilio Zolá, esos iluminados que llenaban hojas y hojas de fustigante literatura para reclamar por las desavenencias del mundo. Yo a duras penas fui un tumbado menor con mi liquidación laboral, que de todas maneras cuarteó mi vida hasta que se presentó la patética tragedia que presenciaste, pero si con tus líneas logras un día hacerme justicia, así como con tus poemas me has ido convirtiendo en un héroe de la hebra, podré darme por bien servido. Así como tú consideras que la poesía es la actividad más bella del hombre, yo siempre he pensado que lo es la sastrería, como complemento de la labor creadora del Ser Supremo, pues los seres humanos no podrían actuar ni en la sociedad ni en la historia tal y como Él los hizo, sino previa la visita al sastre que los convirtió en presentables. De allí el componente mítico a partir de la hoja del génesis de esta actividad que cobija por igual al rey y al ilota. La casita que logré para la familia, que tú con tanta ironía bautizaste ‘la casa de las agujas’, luego de tantos padeceres ha tenido un fin tan extraño que creo que puede serte un tema futuro. Yo ya estoy que me voy, te dejo mi máquina de coser, la mesa de sastrería, el metro, la plancha, las tizas, las reglas, el burro, las almohadillas, pero claro que no las agujas que tan mal fin nos trajeron, pero de las que logramos salvarnos. Y te dejo el rubí de mi anillo. Creo que con él debes irte para Bogotá, aunque me gustaría más que te fueras para París. Si eres buen hijo mío irás bien dotado, no sólo con los dones intelectuales de los que me he ufanado siempre entre mis colegas, sino con el don amoroso del órgano que ha sido el orgullo de los Arbeláez desde que se tomaron Antioquia. Fíjate que a partir de ti tuve siete hijos bien traqueteados. Sigue el impulso de tu estirpe, hasta donde te de el talento y hasta donde te aúpe el corcoveo de la sangre. Y permíteme que no me despida”. Mi papá escribía mejor que yo, cuando me escribía. Con una caja de poemas en borrador, otra de libros, un maletín con tres mudas de ropa y una botella de vino tinto, subí al bus de la Flota Magdalena, a encontrarme conmigo mismo en los coños que me ofrecería Bogotá.

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