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El sol de los últimos días

Casto y vegetariano, el amor de la casa, soy todo lo que queda del rabioso cantor de la podredumbre, el hoy pacífico oceánico rompeolas de ayer en el maremágnum.

11 de septiembre de 2017 Por: Jotamario Arbeláez

Casto y vegetariano, el amor de la casa, soy todo lo que queda del rabioso cantor de la podredumbre, el hoy pacífico oceánico rompeolas de ayer en el maremágnum. No recomiendo al anarquista las drogas del amor con que está haciéndose presente la divinidad químicamente pura. Los dedos de mis manos no paran de contar satánicos conversos devolviendo en loas los poemas con que injuriaron al Señor y volviendo a la Madre Naturaleza sus miradas y parabienes. Ya no vienen por casa los terroristas.

Pero vienen los ángeles de verdad -gentes no de este mundo ni del otro, sino del verdadero mundo en que nos crearon inocentes como el manzano- con sus propios pies pobres realizando el camino, y trayéndome los presentes que el espíritu precia: conocimiento, conos de incienso bengalí, flautas aéreas, pétalos pasos de rosas en miel, útiles túnicas consútiles, piedras lunares, de mares, estampitas alucinantes, alucinógenos, poporos, cueritos trabajados, lotus, zohares, himalayas.
Con esos seres ya no se habla, caminantes que no viajeros -lo contrario al turista-, ni se indaga siquiera por el mundo de amados por el mundo desparramados. Ellos traen la energía de los santos lugares, Machu Pichu, San Agustín, Providencia, La Miel, la Sierra Nevada, los sitios de la tierra que están siendo apuntados desde sistemas paralelos de diferentes soles por potencias de luz que si bien no registran nuestras pantallas son entidades familiares al avanzado perceptor cuya antena es la fe que mueve planetas.

Una vez me trajeron hongos. Hoy bendigo el pasto rumiado, los séptuples procesos digestivos de los vacunos, la boñiga caliente entrando en la atmósfera, las esporas que la fecundan, el flechazo solar del que brota la amanita muscaria con su carga posible al contacto de la conciencia de universos más convincentes que el adánico perpetuado a que el hombre resigna sus potenciales.

El vecino mantiene sus tres pelos de punta a punta de verme cada día recibiendo en mi accesible morada pelos más largos. Y contertulios de su gremio me bombardean cada que consideran fin de semana de atroces músicas costeñas y borrachos acentos el aparato auditivo. Peluqueados sistemáticamente y con los nudos aflojados de la corbata juegan plata a lo que da el tejo, ríen de sus chistes genitales, baten a la salida a mis silenciosos. Y cuando el mundo se serena, cuando el alcohol funde a los muertos y el sueño a los agonizantes, estos nómadas restituyen al reino de la noche la noción de la permanencia. No hay policía posible que detenga lo inevitable: este sol es el último que veremos; el que salga mañana será el mismo de ayer mas tú serás otro.

Retirado en el campo a un año luz del sol y tres horas de la capital puedes dedicarte a cultivar el rosal del entendimiento, a no escuchar más rumores que los de la quebrada que te atraviesa, a ensayar caminar por encima de la laguna procurando no pisar los peces. Abstenerte de salir de casa en las noches de luna llena no sea que te crezcan los dientes. Hacerte amigo de los animales sin pretender leerle tus prosas. Adquirir en el ocio esa sabiduría que no se da en los que actúan.

No es estar muerto alcanzar la tranquilidad. No hay descanso mayor que entregar las armas. Quien rechaza la paz se hace responsable de las víctimas de la guerra. Acalla los insultos que te terminarán pudriendo la lengua. Ríete de ti mismo cuando sientas que estás muy serio. Haz a los otros lo que quieras que te hagan a ti. Si alguien te pega una palmada en una nalga, pon también la otra. Abstente de predicar lo que no puedas practicar. Los que amamos la paz pedimos a Su Santidad que excomulgue a todo colombiano que empuñe un arma. Porque el mandamiento dice: No matarás.

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