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El hablapajismo

La oficina no es un lugar de visitas. Allí, cada cual está...

13 de noviembre de 2012 Por: Jotamario Arbeláez

La oficina no es un lugar de visitas. Allí, cada cual está concentrado en resolver sus problemas, proyectar sus ideas, administrar su rol. Cuando quiero tomarme un tinto, abandono mi estudio de anacoreta en uso de buen retiro y resuelvo caerle en su despacho a algún amigo querido, con la seguridad de que no sólo su café será bueno, sino que estará aromatizado por una conversación relajante. Eso me pasó ayer, cuando visité a mi entrañable magnate, en la torre desde donde se solaza contemplando el mundo de los negocios. Cada una de las miles de casas que se otean desde su altura, está habitada por individuos que no se pueden sustraer a la ley del consumo, así olviden las otras leyes. Luego del abrazo represado por el tiempo de no vernos, pasamos a la mesa de juntas, recibimos el elíxir de origen árabe que endulzamos al batir de la cucharilla, y luego de los protocolarios informes acerca de nuestros últimos palpitares en la bolsa y el organismo, pasamos a platicar de las cualidades de la fauna que nos rodea. Él es un relacionista sagaz, conoce como nadie de la marcha de las empresas y, por ser además un club man, está al tanto del habla de las últimas cantimploras en el desierto. Así, con un humor de ropaje trascendental, ha aventurado una clasificación que me cayó en gracia, porque en medio de ella me he debatido.Me habló de la sabihondez. De quienes se creen, no sólo que lo saben todo, sino además que se las saben todas. Pontifican divinamente sobre lo humano, lo sobrehumano y lo infrahumano, sobre cómo se mueven las masas en la política, los productos en el mercado y las damiselas en el diván. Saben cómo se cura el cáncer pero no le pueden petardear a los médicos el negocio; saben quién mató a Gaitán, a Galán, a Gómez y a Garzón pero no son sapos; saben cómo se lograría la paz en Colombia pero no les interesa; saben cómo se podría triplicar la demanda de un producto pero desgraciadamente es su competencia, y tienen las claves para acabar con el narcotráfico, pero pa’qué. No quieren imaginar lo que sería sin ellos del país y de las empresas que asisten. La mayoría son consultores y consejeros. Hacen gala de su dominio de la realidad; la ficción se la dejan a los soñadores, a los novelistas encantadores y a los gobernantes ilusos. En segundo lugar, me habló de la sobradez. Los que la ostentan -o la padecen- lo tienen todo: la empresa más pujante manejada con su cerebro pletórico de neuronas, la mujer más hermosa, la quinta más imponente, el automóvil más deslumbrante, el yate fondeado; son amigos personales del presidente y de la mitad de su gabinete, cuando viajan a otro país son huéspedes rogados en la casa del embajador, son saludados por su nombre en los restaurantes famosos. Pagan a los anteriores sabihondos para que no les dejen meter la pata, viven rodeados de gente chic y de escoltas bravos. Esta sobradez no es patrimonio único de los ricos; se da también en el periodista y el escritor que por allí merodean, cada uno es el mejor en su género. También me habló de la h.p.tez. Es la virtud de aquellos que no ven con buenos ojos el triunfo de nadie, que critican no sólo lo que sale mal sino lo que sale bien porque podría haber salido mejor, que se arden porque soltaron de la cárcel al que acusaron injustamente, que escamotean sus deudas porque a ellos también les deben, que hablan mal del país adentro y afuera, y están en contra de cualquier acuerdo por humanitario que sea. Quise agregarle otro tópico, la hablamerdez, pero me di cuenta de que cualquier cosa que dijera podría ser utilizada en mi contra. Luego de despedirme, me sorprendí pensando qué porcentaje de esas pretendidas virtudes –o vicios- de nuestros arrogantes contemporáneos podría aplicarse a nosotros, a mi amigo el magnate, y a mí mismo, por no saber permanecer en mi cueva.

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