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Días de colegio (3)

En el salón me enamoré de Karol y de Christ, la rubia...

8 de febrero de 2011 Por: Jotamario Arbeláez

En el salón me enamoré de Karol y de Christ, la rubia y la morena como me gustarán después las cervezas. Karol me cruzaba las piernas mientras Christ me picaba el ojo. En tanto yo escrutaba con lupa los evangelios. Lutero comenzó a seducirme. Se había insurreccionado contra la prostituta de Roma, como en el ínterin me preparaba yo para hacerlo. El inglés no me entraba. Para sobrellevar los exámenes orales hube de acudir a los hermanos del Pentecostés, quienes me inculcaron el don de lenguas. Así pude salir airoso, aunque con cierta fama de loco y deschavetado. Los ejercicios de educación física los hacíamos en shorts y pantaloneta, y recuerdo el día en que mis damas se agacharon a recoger un par de recuadros de material sintético que arrojarían por encima del muro bromistas de otros colegios, los abrieron y me alargaron unos plásticos desinflados preguntándome qué serían. Quise hacerles una demostración en vivo de para qué servían y de cómo y en qué parte se colocaban, pero nunca fui tan temerario como Roldán. Los inflé, los amarré por el pico y rápidamente tomaron el camino del cielo porque mi aliento cuando estoy rijoso es siempre más liviano que el aire. Me parecía que en ese momento podía tenerlas a ambas, así como el rey Salomón había tenido a la reina de Saba y su peluquera. En todo caso su serrallo de cuatrocientas lo hacía tantas veces más sabio.Hice lo mínimo por conquistarlas al tiempo, siguiendo las pautas de algún clásico libertino leído a escondidas. Mi explicación del uso de las gomas no les hizo ninguna gracia. Se fueron al vestier a cambiarse mientras que yo las observaba por la rendija. Al final de las clases, cuando nos quedábamos solos tomando agua, a lo sumo me gané un beso de cada cual cuando le ponía una mano en el muslo a la otra. Porque si lograba estar a solas con una sola nada lograba. Decidí que eso no era lo mío, como ya no lo sería la Iglesia Católica y ni siquiera la protestante, a no ser que me conquistara una monja, como Martín. Hablé mal contra el Papa y contra las efigies con pies de barro. Gané la medalla al mérito conferida por la Alcaldía, que me impuso el profesor de historia Antonio Castaño, a quien el Señor me permita algún día volver a abrazar. El profesor Moreno vaticinó que ningún rincón de la geografía del mundo me sería ajeno. El pastor me encomendó a Jehová es mi pastor nada me faltar´s y Karol y Christ finalmente me despidieron con una reunión privada una noche que no estaban sus padres. Y así pude ingresar a segundo de bachillerato al Santa Librada, donde el profesor Castaño había pedido que lo trasladaran para esperarme. Allí se encargó durante cinco años de allanarme el camino, hasta el fracaso final al no recibir el diploma en la ceremonia de clausura de bachilleres. -Escribite una poesía de esas que vos sabés hacer, me dijo a manera de consuelo, y harás carrera. Así nació el Santa Librada College, poema del que he vivido, como otros viven del cuento. La semana pasada, 52 años más tarde, me encontré con él en el Centro Andino. Salía de la Librería Nacional donde había preguntado por mi anunciada novela La casa de las agujas. -Apenas la está escribiendo, le informó la librera. -Pero si en esas lleva toda la vida. Y salió furioso. Al verme, antes de saludarme me preguntó por el libro, que cuándo lo tendría listo. -Dentro de un mes, dentro de un año, -le contesté, con las dubitativas palabras de Françoise Sagan. Se extrañó de verme tan joven, con mi nueva melena que aún no registran los diarios, y vistiendo una chaqueta de Hermenegildo Zegna. Entonces me invitó a tomar un tinto. Pero yo no tomo tinto los sábados.

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