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Días de colegio (2)

Unos metros abajo destellaba el recién inaugurado almacén Jotagómez, donde las dependientas...

1 de febrero de 2011 Por: Jotamario Arbeláez

Unos metros abajo destellaba el recién inaugurado almacén Jotagómez, donde las dependientas eran un poco más sonrientes y asequibles que las remilgadas del Ley de la 11. A la salida de clases dábamos vueltas por entre los stands apuntando las caras bonitas, para después reunirnos en corrillo a lamentarnos porque -según era vox populi– el propietario del almacén todos los días volaba un virgo. Si esto lo hace Jotagómez, pensaba en mi ingenuidad, un día también lo hará Jotamario, como ya empezaba a llamarme. Y he de confesar que nunca me tocó ni uno. Lo que me hace pensar que lo que se rumoreaba del otro señor Jota era fantasía. Trataron de meterme al Santa Librada, con el cuento de que era el colegio con mejor pénsum, pero era porque al ser oficial era gratis si uno lograba que lo aceptaran. Y papá se durmió con lo de los influyentes padrinos, quienes a su tiza y tijeras debían sus cargos y nombradía. En ese tiempo a los políticos daba votos y escaños el vestir bien. Se optó por matricularme para primero de bachillerato en el Colegio Americano, en la Avenida Colombia, a una cuadra de la casa de mi tía Tina y Luis Torres, que tenía de entrada una tienda servida por mi abuela Carlota, conectada con el Teatro Colombia, donde vi presentarse en persona a los duros de las películas mexicanas: María Félix, Libertad Lamarque, Cantinflas, Jorge Negrete, Pedro Infante, Luis Aguilar, Los Panchos, la Tongolele, algunos mariachis y al más malo de los malos que era Carlos López Moctezuma, quien me estiró la mano a mis 13 añitos y guardo la impresión de que en una semana no pude pegar los ojos.Lo bueno del Americano era que, así hiciéramos el sacrificio de una mensualidad moderada, comenzaría a ver el mundo en ese inglés riguroso que tanto me ha servido en mis viajes para preguntar por el water closet, y me haría más sociable porque la enseñanza era mixta, es decir, que se sentaba uno diagonal de compañeras de estratos superiores discretamente mal sentadas, y ello le permitía por segundos la gloria eterna pues alcanzaba a fisgonear cucos venusinos de hilo de punto sobre cucas de seda, con encajes románticos y boleros. Lo malo, que como eran protestantes, me iban a sacar de la Iglesia Católica, de la que ya me estaban extrayendo las incipientes lecturas de Voltaire, de Volney y de Vargas Vila, y me iban a inculcar a Lutero, a Calvino y a Zwinglio y a ponerme a leer la Biblia en la traducción de Cipriano de Valera, que es lo más bello que me ha pasado.El profesor Moreno, quien nos enseñaba geografía, tenía fama de ogro, y no sólo por su genio sulfúrico, sino porque su boca, que era muy grande, iba tomando la forma de las cuchufletas que iba exhalando. Si alguno bostezaba en mitad de sus conferencias, lo que consideraba el colmo del irrespeto, antes de que toda la clase se contagiara, hacía una pausa de pavoroso silencio y, apuntando al insolente con el dedo le preguntaba teatralizando: “¿Hambre..., sueño..., cansancio..., fastidio..., aburrimiento..., tedio..., hastío..., desazón?” Una vez me preguntó a mí, y no volvió a joderme porque le contesté con toda la seriedad que da la sapiencia -acababa de leer en Selecciones las causas del bostezo-: “Es sólo un exceso de bióxido de carbono y carencia de oxígeno en la sangre, profe, producto del esfuerzo por entenderle, pero gracias a la santísima Virgen ya se me está pasando”. Y relajé los músculos de la cara. Fue como si le hubiera mentado la santa madre, pero no podía mostrarse intolerante religioso, primero, porque no era su asignatura, segundo, porque debía respetarse mi presunto catolicismo, y tercero, le había ganado de astucia. A partir del momento fui su discípulo preferido.

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